Considera el ex presidente de Extremadura: "La propiedad intelectual es discutible e incluso se puede negar desde una concepción de izquierdas". Desde luego, tiene razón, pero no porque la propiedad intelectual sea cuestionada especialmente por las izquierdas vulgares, sino porque éstas cuestionan la propiedad en sí misma. Desde que Pierre-Joseph Proudhon dijo, a mediados del XIX, aquello de "La propiedad es un robo" –cosa de la que hasta el propio Marx se burló–, todo izquierdista tosco (e Ibarra es modelo de ello) guarda la sentencia en el fondo del alma. De él, pues, no espero otra cosa.
La URSS no asumió las leyes de derechos de autor, de alcance casi universal, hasta poco antes de su caída. Cuba no paga derechos desde que Fidel Castro se hizo con el poder, hace ya más de medio siglo, lo cual no impidió que el gobierno de la isla obtuviera unas cuantas divisas por la venta de cuadros, objetos de arte y originales de autores, expropiados a los que se largaron a Miami, en el mercado occidental. Incluidas, desde luego, obras de Wifredo Lam y manuscritos de Nicolás Guillén (que no protestaron porque tenían la vida asegurada por la revolución; Lam, además, hasta su muerte en 1982, siguió vendiendo a los ricos del odiado imperio sin que le temblara la mano a la hora de cobrar, como no le temblaba a la hora de pintar).
Todo eso forma parte de las pequeñas miserias de la historia del siglo XX (las grandes ocupan bibliotecas enteras) y, a decir verdad, me preocupa poco. Lo que sí me preocupa es que algunos amigos, dejándose arrastrar por la misma tormenta, la de la SGAE, cuestionen desde posiciones que no son de izquierdas el derecho a la propiedad intelectual. Gente a la que en ningún caso se le ocurriría poner en tela de juicio el derecho a la propiedad en general vacila frente a la condición de lo intelectual como bien propio. Creo que la idea que sustenta esa indecisión es que el pensamiento y el arte, en la medida en que circulan, son de todos, del pueblo, que era el argumento fundamental de los viejos comunistas, anarquistas y socialistas.
Pues bien: no tienen razón.
En cierta ocasión, Ludwig Kugelmann, frecuente corresponsal de Marx, preguntó al que consideraba su maestro cómo se obtenía la plusvalía de los "trabajadores intelectuales". Marx, en un reconocimiento poco común en él, que era capaz de improvisar respuestas a casi todo, le respondió que no tenía la menor idea, pero que lo que le parecía evidente era que los editores se hacían ricos y los escritores no, cosa que sigue siendo verdadera, con contadas excepciones entre los autores, que, como dice García Márquez, tampoco se hacen ricos ahora, sino que pasan a ser pobres con plata, ya que en general no saben invertir ni multiplicar su dinero.
El editor puede serlo hoy de libros, de discos, de películas (aunque en estos casos haya pasado a llamarse, paradójicamente, productor). El autor también ha diversificado sus líneas de creación y ya no es sólo escritor o músico, sino que ha incorporado el carácter de guionista, letrista o compositor popular. No menciono en esta serie a los artistas plásticos, quienes suelen producir obras únicas, originales que sólo pueden vender una vez y que, así como entran en el mercado, pasan de mano en mano, a menudo con suculentas ganancias para los revendedores, de las cuales el pintor o el escultor no ven jamás un céntimo, cosa que la legislación debería tender a reparar. Los comunistas, sobre todo a partir de 1960, promovieron el "arte para el pueblo" invitando a los pintores a sustituir el óleo, la acuarela o cualquier otro medio del que se valieran por la litografía y el grabado, susceptibles de ser reproducidos, al menos hasta cierto punto. La reproducción de esculturas viene de lejos. Y en la música, desde luego, ya no hace falta que el señor del castillo financie una orquesta para sus fiestas, en las que se escuchaba por única vez una determinada pieza, operación de la que nada iba a parar a los magros bolsillos de un Mozart: ahora basta con poner una grabación.
Los autores, merced a la ventaja derivada de que son propietarios relativos de su creación, cobran por cada edición de su texto o de su música, un porcentaje del precio de venta al público (rarísima vez superior a un diez por ciento, y en general inferior) por cada edición de la obra. Más o menos lo mismo termina ganando el editor (entre el diez y el quince por ciento). La parte del león se la llevan distribuidores y libreros (entre el 45 y el 55 por ciento del total del precio, del cual se llevan la tajada más jugosa los distribuidores, que a su vez invierten en almacenes y transportes). Y lo demás es coste de producción: papel, imprenta, encuadernación, grabación, disco, etc. E impuestos, claro. Los editores terminan ganando mucho más que los autores porque es difícil que alguien escriba más de una novela al año, pero es fácil que se publiquen miles en el mismo lapso.
Lo que equivale a decir que la propiedad intelectual reconocida por la ley lo es en la práctica de un pequeño porcentaje de lo que rinde la obra, generando empleo y sustentando empresas. La labor del autor no deja de ser, pues, fuente de ganancias para muchos, y mal estaría que no lo fuese para él y, a ser posible, para sus herederos, aunque la ley actual, que va por el camino de una propiedad intelectual relativa, limite esa herencia en el tiempo a un período que va de cincuenta a ochenta años a partir de la muerte del creador, variando según países. Desde ese momento, la obra pasa a ser de dominio público, es decir, el editor puede reproducirla cuantas veces quiera sin dar cuentas a nadie. Lo cual, curiosamente, no rebaja el precio de venta en un diez por ciento, como correspondería. El público sigue pagando lo mismo por una obra con derechos que por otra libre de ellos. Las editoriales, por su parte, siguen editando como si nada pasara, por ejemplo, Quijotes, teniendo en cuenta el hecho de que en el mundo hay entre treinta y cuarenta mil coleccionistas de ediciones del texto de Cervantes.
Yo sostengo que habría que modificar la legislación, extendiendo la duración de los derechos. Porque si yo puedo ser propietario de una tierra que he comprado y transmitirla a mis herederos hasta el fin de las generaciones, más derecho aún tengo a legar lo que no he comprado, lo que he creado con todo mi ser, que no sólo me pertenece, sino que es parte de mí, tanto como mi sangre, que lego necesariamente por ley natural, tanto como mis órganos, que tengo derecho a legar para que mi vida se prolongue en la de otros.
Temo que la puesta en duda de la propiedad intelectual, así como su limitación legal, sean producto de una ignorancia supina acerca de lo que suponen la escritura, la pintura, la música, la realización de películas. Si se estima que cuesta lo mismo escribir La montaña mágica que componer una canción de moda, y que esta última es más rentable, se es un ignorante y se dejan de respetar los tiempos. Por supuesto que la canción de moda deja más beneficios en el corto plazo, pero no tiene otro, ni medio ni largo: pasa, y da lo mismo que sus propietarios lo sean indefinidamente: no producirá nada más. Pero a Mann se le seguirá leyendo dentro de un siglo, y de dos, como se sigue leyendo a Cervantes y a Quevedo. Y esas páginas no es que pertenezcan a un hombre, sino que son el hombre, con derecho a la vida y a la propiedad, indefinidamente.
Si a nadie se le ocurre decir que el derecho a la vida se extingue a los ochenta años (aunque los actuales ocupantes del Estado en España tiendan a ello), ni se compra una casa por ochenta años, no veo por qué debe extinguirse el derecho de propiedad intelectual en una fecha determinada, al menos mientras haya herederos legítimos.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com
La URSS no asumió las leyes de derechos de autor, de alcance casi universal, hasta poco antes de su caída. Cuba no paga derechos desde que Fidel Castro se hizo con el poder, hace ya más de medio siglo, lo cual no impidió que el gobierno de la isla obtuviera unas cuantas divisas por la venta de cuadros, objetos de arte y originales de autores, expropiados a los que se largaron a Miami, en el mercado occidental. Incluidas, desde luego, obras de Wifredo Lam y manuscritos de Nicolás Guillén (que no protestaron porque tenían la vida asegurada por la revolución; Lam, además, hasta su muerte en 1982, siguió vendiendo a los ricos del odiado imperio sin que le temblara la mano a la hora de cobrar, como no le temblaba a la hora de pintar).
Todo eso forma parte de las pequeñas miserias de la historia del siglo XX (las grandes ocupan bibliotecas enteras) y, a decir verdad, me preocupa poco. Lo que sí me preocupa es que algunos amigos, dejándose arrastrar por la misma tormenta, la de la SGAE, cuestionen desde posiciones que no son de izquierdas el derecho a la propiedad intelectual. Gente a la que en ningún caso se le ocurriría poner en tela de juicio el derecho a la propiedad en general vacila frente a la condición de lo intelectual como bien propio. Creo que la idea que sustenta esa indecisión es que el pensamiento y el arte, en la medida en que circulan, son de todos, del pueblo, que era el argumento fundamental de los viejos comunistas, anarquistas y socialistas.
Pues bien: no tienen razón.
En cierta ocasión, Ludwig Kugelmann, frecuente corresponsal de Marx, preguntó al que consideraba su maestro cómo se obtenía la plusvalía de los "trabajadores intelectuales". Marx, en un reconocimiento poco común en él, que era capaz de improvisar respuestas a casi todo, le respondió que no tenía la menor idea, pero que lo que le parecía evidente era que los editores se hacían ricos y los escritores no, cosa que sigue siendo verdadera, con contadas excepciones entre los autores, que, como dice García Márquez, tampoco se hacen ricos ahora, sino que pasan a ser pobres con plata, ya que en general no saben invertir ni multiplicar su dinero.
El editor puede serlo hoy de libros, de discos, de películas (aunque en estos casos haya pasado a llamarse, paradójicamente, productor). El autor también ha diversificado sus líneas de creación y ya no es sólo escritor o músico, sino que ha incorporado el carácter de guionista, letrista o compositor popular. No menciono en esta serie a los artistas plásticos, quienes suelen producir obras únicas, originales que sólo pueden vender una vez y que, así como entran en el mercado, pasan de mano en mano, a menudo con suculentas ganancias para los revendedores, de las cuales el pintor o el escultor no ven jamás un céntimo, cosa que la legislación debería tender a reparar. Los comunistas, sobre todo a partir de 1960, promovieron el "arte para el pueblo" invitando a los pintores a sustituir el óleo, la acuarela o cualquier otro medio del que se valieran por la litografía y el grabado, susceptibles de ser reproducidos, al menos hasta cierto punto. La reproducción de esculturas viene de lejos. Y en la música, desde luego, ya no hace falta que el señor del castillo financie una orquesta para sus fiestas, en las que se escuchaba por única vez una determinada pieza, operación de la que nada iba a parar a los magros bolsillos de un Mozart: ahora basta con poner una grabación.
Los autores, merced a la ventaja derivada de que son propietarios relativos de su creación, cobran por cada edición de su texto o de su música, un porcentaje del precio de venta al público (rarísima vez superior a un diez por ciento, y en general inferior) por cada edición de la obra. Más o menos lo mismo termina ganando el editor (entre el diez y el quince por ciento). La parte del león se la llevan distribuidores y libreros (entre el 45 y el 55 por ciento del total del precio, del cual se llevan la tajada más jugosa los distribuidores, que a su vez invierten en almacenes y transportes). Y lo demás es coste de producción: papel, imprenta, encuadernación, grabación, disco, etc. E impuestos, claro. Los editores terminan ganando mucho más que los autores porque es difícil que alguien escriba más de una novela al año, pero es fácil que se publiquen miles en el mismo lapso.
Lo que equivale a decir que la propiedad intelectual reconocida por la ley lo es en la práctica de un pequeño porcentaje de lo que rinde la obra, generando empleo y sustentando empresas. La labor del autor no deja de ser, pues, fuente de ganancias para muchos, y mal estaría que no lo fuese para él y, a ser posible, para sus herederos, aunque la ley actual, que va por el camino de una propiedad intelectual relativa, limite esa herencia en el tiempo a un período que va de cincuenta a ochenta años a partir de la muerte del creador, variando según países. Desde ese momento, la obra pasa a ser de dominio público, es decir, el editor puede reproducirla cuantas veces quiera sin dar cuentas a nadie. Lo cual, curiosamente, no rebaja el precio de venta en un diez por ciento, como correspondería. El público sigue pagando lo mismo por una obra con derechos que por otra libre de ellos. Las editoriales, por su parte, siguen editando como si nada pasara, por ejemplo, Quijotes, teniendo en cuenta el hecho de que en el mundo hay entre treinta y cuarenta mil coleccionistas de ediciones del texto de Cervantes.
Yo sostengo que habría que modificar la legislación, extendiendo la duración de los derechos. Porque si yo puedo ser propietario de una tierra que he comprado y transmitirla a mis herederos hasta el fin de las generaciones, más derecho aún tengo a legar lo que no he comprado, lo que he creado con todo mi ser, que no sólo me pertenece, sino que es parte de mí, tanto como mi sangre, que lego necesariamente por ley natural, tanto como mis órganos, que tengo derecho a legar para que mi vida se prolongue en la de otros.
Temo que la puesta en duda de la propiedad intelectual, así como su limitación legal, sean producto de una ignorancia supina acerca de lo que suponen la escritura, la pintura, la música, la realización de películas. Si se estima que cuesta lo mismo escribir La montaña mágica que componer una canción de moda, y que esta última es más rentable, se es un ignorante y se dejan de respetar los tiempos. Por supuesto que la canción de moda deja más beneficios en el corto plazo, pero no tiene otro, ni medio ni largo: pasa, y da lo mismo que sus propietarios lo sean indefinidamente: no producirá nada más. Pero a Mann se le seguirá leyendo dentro de un siglo, y de dos, como se sigue leyendo a Cervantes y a Quevedo. Y esas páginas no es que pertenezcan a un hombre, sino que son el hombre, con derecho a la vida y a la propiedad, indefinidamente.
Si a nadie se le ocurre decir que el derecho a la vida se extingue a los ochenta años (aunque los actuales ocupantes del Estado en España tiendan a ello), ni se compra una casa por ochenta años, no veo por qué debe extinguirse el derecho de propiedad intelectual en una fecha determinada, al menos mientras haya herederos legítimos.
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