La ciencia ha tenido que vencer a lo largo de la historia los prejuicios de muchas personas que pensaban de esta forma, que creían que la ciencia transformaba la realidad en vez de entenderla e interpretarla. Mucho se ha avanzado en este sentido en muchas áreas. Pocos dudan ya del carácter científico de la física o de la química y los pocos que dudan suelen ser considerados locos. En el terreno de la medicina, y explotando la comprensible desesperación de muchas personas, hay todavía bastantes aprendices de brujos que afirman poder diagnosticar tras un simple vistazo enfermedades que los médicos más experimentados, usando maquinas extraordinariamente sofisticadas, tardan en diagnosticar.
Mucho queda desgraciadamente por avanzar en el terreno de la economía. Pocos la consideran una ciencia y por tanto creen que más que interpretar y estudiar la realidad para poder hacer predicciones rigurosas y análisis científicos sobre cuál es la opción óptima entre las muchas posibles, la economía es la forma mediante la cuál la realidad puede ser arbitrariamente moldeada a gusto. Pocos economistas niegan el hecho de que la rigidez del mercado laboral en la Europa continental ayuda a explicar sus altos niveles de desempleo. Esto no ha impedido que en España cualquier política que pretenda flexibilizar dicho mercado se encuentre con la oposición frontal de no sólo los sindicatos sino buena parte de la izquierda y derecha política. Aunque me parezca un error, no critico el hecho en sí de oponerse a estas reformas, sino la falta de reconocimiento del coste que supone esta postura en términos de desempleo.
El problema del desempleo en España —espero no herir ninguna sensibilidad mencionando tantas veces España en un mismo artículo— no supone ningún enigma para los economistas. Los parches que se han ido añadiendo en los años de democracia no modifican el hecho de que la filosofía detrás de la legislación laboral en España (y peor aún, la de los tribunales laboralistas) es la heredada del franquismo. Según esta visión, el mercado laboral sería extremadamente rígido y el puesto de trabajo pertenecería al trabajador más que al empresario. La relación entre trabajador y empresa sería algo así como un segundo matrimonio que debería durar toda una vida. Eso sí, como esta unión no está certificada por el Altísimo podría ser disuelta por el hombre. Así, si bien el trabajador tiene en todo momento el derecho de renunciar a su trabajo, las empresas no deberían tener derecho a reducir la plantilla, sobre todo si la empresa no esta en pérdidas. Por último y ya que el puesto de trabajo pertenece (al menos moralmente) al trabajador, el despido debe ser penalizado de forma contundente.
Esta visión fue creada convenientemente por un franquismo paternalista en una España cerrada al mundo y no democrática. Pensar que esa estructura puede perdurar con éxito a estas alturas de la historia con todo lo que ha llovido desde entonces es una quimera que roza la demencia. Pero hete aquí que debemos estar rodeados de lunáticos porque perdura. Nada hay de extraordinario en España, más allá de nuestros propios errores, para sufrir el mayor desempleo, con diferencia, de todos los países industrializados. En un mercado donde hay exceso de personas buscando empleo, la generación de empleo vendrá dictada por las empresas creando puestos de trabajo. Por tanto, en mi opinión, dos son las políticas que de forma significativa conseguirían reducir la tasa de desempleo. Por un lado la estabilidad macroeconómica, el mayor éxito de la política económica del Gobierno (y habrá que ver cuánto más dura), que permite planear el futuro con ciertas garantías. Creo que esta es la razón fundamental de la reducción de la tasa de desempleo del 24 por ciento en 1996 al 12 por ciento actual. Por otro lado, es necesaria la flexibilización del mercado laboral. Y esto incluye tocar los convenios colectivos y, fundamentalmente, reducir el coste del despido, en otras palabras, abaratar la contratación. Nada se ha avanzado en este segundo aspecto y da la impresión, después de las últimas e incomprensibles decisiones del Gobierno, de que nada se va a avanzar.
Mientras estas reformas no se implementen, a nadie deberá extrañar el alto nivel de desempleo, que va ya rumbo de haber durado tres décadas. Los sindicatos, oponiéndose frontalmente a estas reformas, me recuerdan al fontanero con que empezaba. Culpan a todos y a todo por la situación del mercado laboral. A todos y a todo menos a ellos mismos. Esta es quizás la consecuencia de haber delegado la política laboral al acuerdo, a veces sin siquiera la presencia del Gobierno, de sindicatos y patronal que no deben rendir cuentas de sus acciones a la sociedad en general y por tanto no pasan el sano filtro de las elecciones.
No sería malo, dada la poca representatividad de sindicatos y patronal en España, que futuras reformas laborales se estudiaran y diseñaran en el parlamento. Escuchando a todos, sindicatos, patronal y también, por qué no, a algún que otro académico (sociólogos, economistas…). En ese caso, alguien que se presentara a unas elecciones debería rendir cuentas en primera persona del fracaso de la política laboral y del alto nivel de desempleo. A lo mejor en ese punto nuestra política empezaría a dejar de estar diseñada por fontaneros y aprendices de brujo.
Borja Gracia, universidad de Yale.
EN TORNO AL DESEMPLEO
La política y los aprendices de brujo
Un fontanero se quejaba del mal que Arquímedes había supuesto para su gremio complicándolo todo en exceso. De igual forma me imagino que un ingeniero de la NASA se podría quejar de lo difícil que resulta mandar una nave al espacio después de Newton.
0
comentarios