Resulta apabullante comprobar cómo a menudo, nuestros dirigentes siguen una secuencia que, si nadie lo impide, conduce a resultados contrarios a toda lógica y al sentir de sus representados. A condición de dilatar en el tiempo el proceso, se llega a situaciones que de plantearse en la inmediatez hubieran producido escándalo, como sería el proyecto de ciudadanía común con naciones que ni pertenecen al continente, comparten los más elementales sustentos de nuestro sistema de valores e ideas y que a mayor abundamiento entran en la esfera del islam. Como ha hecho Giscard, nada mejor que una pedrada en el charco para hacer saltar a las ranas y comprobar cuál era su posición inicial.
Giscard fue en su momento un ejemplo muy representativo de político joven y superdotado que consiguió desarrollar una meteórica carrera política saltándose los obstáculos propios del “stablishment” gaullista en el que prosperó, pero cuyo ideario no compartió creando su propia formación. Su condición de brillante ministro estrella de Economía de De Gaulle, no le impidió ser uno de los protagonistas que se conjugaron para provocar la derrota en el referéndum de descentralización, con su ya legendario oui mais (si pero), que condujo a la dimisión del viejo general.
Su libro de memorias, haciendo abstracción de la normal intención hagiográfica de este género, supone un ejercicio interesantísimo de sinceridad mucho más inhabitual. Sorprende la interiorización que lleva a cabo, que nos descubre una sensibilidad a flor de piel, inesperada en un personaje reputado por su imagen arrogante. De algún modo, su elitismo intelectual y estético no fue bien recibido en una Francia recién salida del mayo de 1968, en la que primaba lo que Jean Dutourd calificó de dictadura de las clases sin gusto.
En España no es bien recordado por su freno a nuestra entrada en la CEE, pero sobre todo por su cínica política respecto de ETA. En lo positivo, su gesto de acudir a Madrid a respaldar a nuestro Rey desde el primer día de su reinado debe ser retenido no solo por su valor, sino porque no le salió gratis en la escena política francesa y europea que todavía no estaba dispuesta a avalar nuestra transición en aquel momento tan inicial.
Desde un punto de vista franco/francés, su gestión ejecutada por su primer ministro Raymond Barre, tuvo un balance francamente positivo, que permitió mantener a la economía gala en una situación más que saneada en un entorno sacudido por la crisis del petróleo de 1973. Fue un defensor de las virtudes del equilibrio presupuestario que ahora le niegan a Aznar en Bruselas desde la propia Comisión. Como toda labor valorativa se facilita por la aproximación comparativa, el inmediatamente posterior desastre al que condujo a Francia el socialismo real de los primeros 80 de Mitterand, permitió el lujo de la añoranza.
A la vista del revuelo producido por sus últimas “declaraciones turcas”, conviene recordar no solo su indiscutible europeismo, sino incluso sus iniciativas constituyentes de lo que ahora es la UE, especialmente en lo que al sistema monetario se refiere, dato que le concede una cierta legitimidad a la hora de opinar. En cualquier caso, parece que ha generado un revulsivo nada despreciable que tal vez abra un debate imprescindible que evite la culminación de una imbécil deriva de lo políticamente correcto, que abriría la puerta europea a un mundo culturalmente ajeno, por no decir hostil. Siempre nos quejamos de la falta de cohesión política, diplomática e incluso militar de la UE frente a EEUU, consecuencia de la conjunción de identidades nacionales variadas, y eso que hasta ahora guardaban un mínimo de identidad histórica y cultural. En un momento en que no solo Europa, sino todo occidente debiera armonizar su defensa frente al envite del islamismo, sería suicida meter a la zorra en el corral. Al final conseguirán lo que el marxismo no pudo, que les compremos la soga con la que nos cuelguen.