La película estaba planteada como una ficción, y por lo tanto no cabe responsabilizar éticamente a sus autores, en ningún orden. Pero sí es interesante para descifrar algunas perversiones que ciertos sujetos con voz pública introducen en el campo de la política.
Lo primero que me llamó la atención al ver La pasión turca –que se repite cada tantos años en la televisión por cable– fue que se realizó y proyectó en una época donde ya en España la denuncia contra la violencia doméstica estaba en auge, y el maltrato contra las mujeres se consideraba una plaga. La pintura de la protagonista en la película, en cambio, sugería que esta mujer española aceptaba de muy buen grado el maltrato mortal de su amante turco. Me permití intuir que si el maltratador del film hubiera sido el marido español de la protagonista estaríamos ante una película de denuncia, mientras que en el presente y real film la trama presentaba la historia de la española cristiana y el turco musulmán como un salvaje y surrealista elogio del amor fou.
También me permití intuir que si el marido de Ana Belén en esa película hubiera sido un norteamericano no habrían faltado críticas severas a esa ficticia apología de la violencia contra las mujeres, o la lectura de una velada crítica contra el poder de EEUU. Sin embargo, no leí nada semejante en la prensa de habla hispana referido al turco musulmán que enamoraba a la cristiana española pegándole, violándola y obligándola a ejercer la prostitución.
La película y mis reflexiones vinieron a mi memoria este domingo, a punto de comenzar las vacaciones de invierno aquí en Buenos Aires, cuando me llegó por mail un artículo que haría las delicias de un nazi y perpetrado por un sujeto español llamado Jorge Berlanga en estos días de julio de 2006.
En esa ponzoñosa columna, sorprendentemente publicada por el diario La Razón, el tal Berlanga acomete contra Moisés y defiende al Faraón que esclavizaba y masacraba a los hebreos; nos tilda a los judíos de sanguinarios y vengativos, se pregunta si somos seres humanos y dice que nos quejamos en vano de haber sido "expulsados" (sic) de la Alemania nazi y de la España de los Reyes Católicos. Nos tacha de "raza" egoísta, y concluye expresando que si de entre nosotros brotan buenos humoristas es porque no nos soportamos a nosotros mismos.
Es propio del hombre inteligente no soportarse a sí mismo; pero mucho menos soportamos a libelistas como el tal Berlanga. Que seamos capaces de tomarnos el pelo y de reírnos de nosotros mismos no significa que vayamos a dejarnos amedrentar por elementos de tal calaña.
De todos modos, traté de encontrar el sentido último de esta inverosímil columna del ignoto Berlanga. Inverosímil, digo, porque en Argentina sería imposible encontrar un escrito semejante en ningún diario de la tirada y la importancia de La Razón. Por otra parte, su autor sería inmediatamente enjuiciado bajo la ley antidiscriminatoria, y lo más probable sería que fuera a parar a la cárcel. Pero, de todos modos, ¿cuál era el motivo último de este tipo? ¿Por qué odiaba de tal modo a los judíos?
Efectivamente, como él recuerda irónicamente, los judíos fueron expulsados de España 500 años atrás. Pero, a diferencia de sus maliciosos adjetivos, nunca intentaron tomar venganza. Y cuando el retorno de la democracia a España, el Estado de Israel intentó por todos los medios reemprender los contactos diplomáticos con Madrid. Israel nunca ha alzado su voz contra ninguna de las medidas de España, y siempre ha intentado un acercamiento solidario y cooperativo tanto a España como al resto de la Unión Europea.
No podemos decir otro tanto de las relaciones de España con el fundamentalismo islámico. Los fundamentalistas islámicos conquistaron y dominaron a los españoles en el 711 y durante un buen manojo de siglos. Sus terroristas los mataron en los 80 y, mucho más salvajemente, el 11 de marzo del 2004, en los siglos XX y XXI.
Vale recordar que, cuando el feroz atentado del 11 de Marzo, inmediatamente el Gobierno de Israel ofreció sus servicios, en lo que pudiera ayudar, y sus más sentidas condolencias. Mi firma figuró entre los dolientes que acompañamos a los españoles en aquel día luctuoso, y tan inconcebible como el escrito de Berlanga el energúmeno.
Pero entonces… ¿por qué habría un español, cristiano o hijo de cristianos, de odiar al pueblo judío, si nunca hemos tenido la menor mala voluntad ni el menor afán vengativo contra los españoles, a quienes, por el contrario, manifestamos nuestro cariño, y con quienes trabajamos fructíferamente siempre que podemos? ¿Por qué habría de agarrársela con los judíos, que jamás alzaron un dedo contra España, como sí lo hicieron los terroristas islámicos?
En el caso de Berlanga, me queda claro. Como la protagonista de La pasión turca, y por motivos que desconozco, desea ser golpeado, violado, sodomizado violentamente y obligado a ejercer la prostitución por algún fundamentalista islámico. Su deseo último es el deseo de sumisión. Sabe Jorge Berlanga que en la actualidad los norteamericanos y los judíos estamos obligadamente en la línea de batalla contra el fundamentalismo islámico, y que somos la última contención antes de que un furibundo fundamentalista islámico venga a golpearlo y violarlo como reclama a los gritos, igual que la confundida protagonista de La pasión turca.
Debería recomendarle a Berlanga que lea el Talmud, pero ya nos aclara en su nota que lo desprecia. En ese sabio tratado se puede leer este consejo: "Cuando un hombre es poseído por un deseo maligno que no puede dominar, debe envolverse en ropas negras, marcharse a un sitio donde nadie lo conozca y hacer lo que su corazón desea", según nos recuerda Isaac Bashevis Singer en el cuento 'Disfrazado', del libro La muerte de Matusalén. Pues debería Berlanga seguir el consejo, alejarse muy mucho y dejarse dar por los que le gustan: los que le pegan, los que lo violan, los que lo someten.