La verdad es que yo no pensaba escribir sobre el asunto ahora ni aquí. Lo he hecho hasta por demás en unas cuantas novelas. Pero he aquí que mi compañera de suplementos Remedios Morales se lanzó con una explicación acerca de los celos que no me dejó tranquilo. De modo que colgué su artículo en Facebook y señalé en un comentario que no estaba de acuerdo. En el muro hay poco, pero la cantidad de correo privado, normal en estos casos, en que de lo que se trata es de la intimidad más estricta, me ha obligado a escribir hoy sobre ello.
Remedios Morales, que me cae muy bien y con quien suelo coincidir, ha hecho una lectura natural del problema de los celos, lo cual me parece legítimo pero escaso, porque los seres humanos, sin dejar de ser mamíferos bípedos de una especie precisa, somos algo más que un montón de hormonas y feromonas y reacciones químicas. Somos también, aunque no falte quien lo sea en menor medida, esa suma rara de experiencia, memoria, esperanza, fe, trabajo (precisamente, de modificación de la naturaleza en la que nos encontramos y a la que pertenecemos, quizá por oposición o para oposición) y sentimientos a la que algunos llaman espíritu, alma o psique, según tendencia y visión.
Y es en esa suma, que genera la cultura, la ciencia, la tecnología, la religión, es decir, el saber, donde somos humanos y nos enseñoreamos de la tierra, a veces con dañinos efectos y siempre confiando en que otros (mi congénere, otro yo) vendrá y reparará los desastres ocasionados por nuestro avance. Nada menos deseable que el ideal perverso de Rousseau: el buen salvaje, el que todavía no ha aprendido a controlar su entorno y ponerlo a su servicio. Ideal reaccionario y atrasista donde los haya. Un paso atrás hacia la animalidad, el limitado y espeso territorio de las especies que se adaptan para sobrevivir, reproducirse y morir.
Nosotros lo hemos creado casi todo, desde la rueda hasta la escritura, desde el habla hasta la música. También hemos creado ese sentimiento llamado amor, del que tanto se habla y del que tan poco se sabe que hay enteras bibliotecas dedicadas a la disensión en torno de él. Es tan temprano como el fuego. Está en Homero, lo que significa que es muy anterior. En su forma menos aparentemente intensa, la de la amistad, está ya en Gilgamesh. Hasta la poderosa, indestructible Roma, que acaba de cumplir, según la leyenda (y la leyenda no es más que una forma de la historia), 2.764 años, fue barrida por una religión que había puesto el amor en el centro de la vida, desarrollando una noción del muy milenario judaísmo.
¿Pero es de ese amor, el cristiano, del que hablamos cuando hablamos de celos? Sí, es del mismo. No es que nos falten palabras para diferenciar el uno del otro, sino que son el mismo. Por parte de los hombres, claro. El amor de Dios, que suponemos o imaginamos, puede ser de otra categoría, aunque al ver la ira de Yahvé con sus hijos yo diría que, al menos, se le parece mucho.
El amor no es un invento de la modernidad, como sostuvo Foucault: está en toda la historia humana, condicionándola para bien y para mal. Y San Agustín, que conoció todas las formas posibles del amor, apenas iniciado el siglo V, dejó dicho para nosotros que es magnánimo, benigno, desconoce la envidia, desconoce el egoísmo, "no piensa mal, no goza con el mal, se alegra con la verdad" (por dura que ésta sea). "Todo lo tolera, todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre". Sabía Agustín del amor a Dios, del amor al prójimo y de la pasión amorosa, que es la que nos tiene aquí ahora.
Ayer anoté en Facebook que sólo puedo decir que la pasión, la adicción amorosa, no conoce los celos, únicamente conoce su objeto. No importa que ese objeto tenga una vida al margen del vínculo desesperante (y esperanzador), nada existe más allá. Es algo casi contemplativo, a veces paralizante, siempre generador.
No sé cuántos ni cuáles de mis lectores han conocido la pasión amorosa. Lo más probable es que no muchos: enamorarse de modo absoluto, excluyente y definitivo, aceptar una adicción a la vez creadora y destructiva, fuente de felicidad y de desasosiego, sigue siendo un privilegio. La mayoría pasa por este valle de lágrimas sin saber qué es eso, al menos en su expresión más extrema. Se tienen sentimientos, a veces de una gran intensidad, hasta dolorosos, y se vive con ellos y se asume la idea de que esos sentimientos son el amor. Eso sí que lo impone la naturaleza, y sin ese engaño piadoso no estaríamos aquí. Eso sirve para la reproducción y para los celos. Y no se alegra con la verdad, ni es magnánimo, ni cree ilimitadamente. En suma: eso no es la pasión amorosa. Como tampoco la creencia es la fe.
Decía Ortega que en las creencias se está y las ideas se tienen. Y digo yo que en el amor pasional, como en la fe, y sólo en esas dos instancias de la vida, se es. No hay prójimos numerosos a los que amar y que nos amen. Quien ama indiscriminadamente, ama por fe en un dios que nos abarca a todos. Y quien ama a otro preciso, particular, exclusivo y absoluto, quien ama el hacerse de ese otro, elabora una fe en su objeto.
Mi casi incurable agnosticismo y mi admiración por la fe de los demás se vieron en una ocasión violentados por la constatación sorprendente, una mañana cualquiera, a la salida de un estanco, de que lo que inundaba mis pensamientos en ese instante era una profunda fe en Ella, con mayúscula, por evitar un nombre. Y la inmediata convicción, perfectamente racional, de que sin Ella yo no sería.
Y es que no somos. Ya sé, la genética impone, y desde el primer segundo de vida en el vientre de nuestra madre apuntamos maneras. Pero no llegamos siendo los que somos, no hacemos en el vivir. Y no vivimos solos. Y creamos también a los que nos rodean. El amor pasional es la creación del otro, y nuestra recreación en él o ella. El de ayer, el solitario social esencial, deja de existir en el instante del encuentro. Dice Lacan, desde su inteligencia del mundo y su críptico desciframiento, que amar es poner lo que no se tiene donde no hay. Enamorarse, ese inusual fenómeno del que todo el mundo habla todo el tiempo, consiste en inventar al otro. Y en dejarse inventar a la vez. Es un dejar de ser para empezar a ser, en la sufriente carnalidad que impone el ser nuevo, dependiente y libre a la vez; con mayor independencia si cabe.
No otra cosa hace el Quijote al inventar a Dulcinea: no es cosa del amor de caballería el construirse para una dama, es sólo cosa del amor. Y el amor se encuentra y se crea simultáneamente. Es único, inevitable y confuso. Aunque cambie el amante, el objeto de amor es constante, y lo que ponemos y esperamos en otro es siempre lo mismo: nuestra identidad.
Escribió Cioran: "La profundidad de una pasión se mide por los sentimientos bajos que encierra y que garantizan su intensidad y su duración".
¿Celos? ¿Qué celos? Párese a pensar, hombre. No sea animal.