Porque, hasta el momento, parece que ninguno de los centenares de poetas que pueblan las redacciones ha reparado en que ese mercado ya es el más rentable del mundo en 2003. Resulta que en la única urna en las que los iraquíes pueden expresar su opinión sobre el futuro sin que nadie les apunte con una pistola, se ha desatado un entusiasmo que ha llevado a una subida del treinta por ciento en las cotizaciones desde que se anunció la intervención. Y ocurre que esa lonja vedada a los capitales y fondos extranjeros (sólo los nacionales están autorizados a operar en ella), el foro que cada día festeja el ocaso del tirano, es la única musa que no ilumina la imaginación de la multitud de bardos de fin de semana que se amontona en el nuevo parnaso de las columnas de la prensa.
Y es que, tomando como referencia lo que está pasando en la Bolsa de Bagdad, si se mira el conflicto desde el prisma económico, político e ideológico a la vez, un ejercicio de clarificación intelectual interesante es intentar descubrir qué tienen en común los que se han puesto delante de Sadam, y qué los que se han colocado detrás. ¿Qué comparten Francia, Rusia y Alemania? ¿Qué une a Sadam, Le Pen, Ben Laden, Castro, José Bové, Kim Jong Il, y los que acompañan a Rodríguez Zapatero con la pancarta? Sólo una cosa. Todos están atados a esquemas de pensamiento incompatibles con la lógica que se ha instalado en el mundo tras la caída del Muro. Todos, sin excepción, participan de visiones de la realidad que son absolutamente refractarias a la globalización. Todos pugnan por permanecer al margen de ese nuevo paradigma planetario que está emergiendo. Observándolo desde esa perspectiva amplia, se percibe que delante y detrás de Sadam se han colocado, respectivamente, los dos modelos de capitalismo que coexisten en Occidente; y también se constata que, a los que están detrás, se han sumado todos los que sueñan con destruirlos a los dos mientras aguantan la pancarta con Rodríguez Zapatero.
Vivimos un momento en el que el tiempo histórico se ha acelerado y está tensando la capacidad de adaptación de esos dos modelos que coexisten en el mundo desarrollado. Y no es casualidad que sea precisamente ahora cuando los disparos por la espalda contra Estados Unidos procedan de Francia y Alemania. En muy poco tiempo, la coincidencia de un conjunto heterogéneo de factores ha hecho realidad que las empresas y los individuos puedan contratar las habilidades técnicas y los recursos en el rincón del globo en el que sean más rentables y productivos; en un instante han saltado por los aires todas las barreras temporales y espaciales que hasta ayer mismo hacían de esa idea una quimera irrealizable. Y la versión estatalista y reglamentista del viejo capitalismo del siglo XX, del que Francia y Alemania son el buque insignia, basada en el poder regulador de los “agentes sociales”, sistemas de protección social ilimitados, gobiernos que absorben más de la mitad del PIB, presión fiscal expansiva y una mentalidad proclive a los consensos corporativos, está especialmente incapacitada para sobrevivir con éxito a ese nuevo escenario que han dibujado la globalización y el cambio tecnológico. Por eso, intuitivamente, todas las mentes europeas que siguen viviendo ancladas a las telarañas del viejo paradigma combaten alarmadas esa novedad imprevista. Chirac y Schröder, un megalómano corrupto y un simple mediocre unidos por el culto al Estado, hace ya tiempo que enarbolan el estandarte institucional contra la globalización de la economía; y seguramente, en el fondo, lo hacen por la misma razón que en los lejanos tiempos de su juventud los empujó a rechazar el mercado: porque nadie puede tener el control.
Detrás de esta guerra contra el terrorismo y la barbarie que empezó el 11-S hay otra sorda y larvada. Es la que aviva, frente a Estados Unidos y el éxito de su modelo liberal, el resentimiento de esa vieja Europa que dejó de creer en la economía de mercado al acabar la Segunda Guerra Mundial, que dejó de creer en sus valores en el 68, y que ya había dejado de creer en sí misma en el 14. Hoy, como en una alucinada regresión a través del túnel del tiempo, en Berlín, Moscú, París y Madrid se vuelven a escuchar discursos contra el lobby judío y el materialismo corrupto de la civilización occidental que representa Estados Unidos. Y, al tiempo, por las calles del continente, agitadores pacifistas que mezclan en feliz armonía kefias, esvásticas y hoces y martillos conducen a multitudes que vociferan contra los parlamentos y la legitimidad de los gobernantes que han surgido de ellos. Todo eso ocurre en una Europa en la que parte de la prensa ya retrata a los semitas en términos que ni Al Jazeera se atreve a utilizar.
La llama está encendida. Ahora, para hacer definitivamente simétrica la pesadilla, sólo faltaría que alguien hiciese una mecha en la pancarta de Zapatero, para después quemar con ella el Bundestag.