Un exsicario de Pablo Escobar dijo una vez que me salvé de morir por mi paranoia. Es cierto: estoy vivo porque jamás les di oportunidad de hacerme daño; pero también porque nunca vendí mi conciencia.
El periodismo siempre está bajo amenaza en los regímenes totalitarios; donde la corrupción está institucionalizada; donde el narcotráfico y la guerrilla fraguan alianzas criminales. Los periodistas que descubren abusos oficiales y violaciones de los derechos humanos se ponen en riesgo. Podría afirmar que este mal está presente en casi toda Latinoamérica, pero especialmente en México, Honduras, Cuba, Venezuela y Colombia.
Es triste ejercer el periodismo estando condicionado; y más sombrío y peligroso para la democracia resulta practicarlo venalmente, o arrodillado, o uncido a la autocensura.
Sintiéndose todopoderosos, los delincuentes se arrogan el derecho a atropellar, humillar, machacar a la sociedad. "Plata o plomo", decía el jefe del desaparecido Cártel de Medellín, que a finales de los años 80 y principios de los 90 puso contra las cuerdas a los colombianos, que vimos cómo los valores morales se hundían, empujados por el miedo y la corrupción.
Si te vendes, pierdes tu libertad. Pero es posible jugársela por la dignidad y la justicia. Irónicamente, quienes ansiamos preservar ambas somos acorralados y tachados de antipatriotas.
Las querellas judiciales pueden convertirse en una forma de censura: te callas o te callan metiéndote en la cárcel, usando la ley como arma contra la libertad de expresión.
Los periodistas amenazados disponen de opciones poco decorosas para sobrevivir: la muy detestable de autocensurarse, la sensata de exiliarse; jubilarse antes de tiempo o, la más indigna, venderse: no al mejor postor, sino al que nos cuide de otros enemigos.
El día 3 se celebró el Día Mundial de la Libertad de Prensa, fecha que pasó con mucha pena y poca gloria. En Veracruz, México, tres fotógrafos fueron torturados y asesinados.
Me da pena ver sucumbir este derecho de informar y ser informado en la sala de cuidados intensivos de una sociedad inerme y mentecata que prefiere escuchar mentiras a enfrentar una realidad que comprometa su estatus de vida y su capital.
Entristece ver cómo la libertad de expresión agoniza ante una ciudadanía cómplice, apática, insolidaria y egoísta.
Por el bien de todos, y a pesar de esa indiferencia social, debemos hacer un periodismo comprometido con la verdad.