La más podrida de las ramas del híbrido al que dio lugar la decimonónica mezcla del materialismo dialéctico pasado por Engels y el racionalismo vulgar derivado de una Ilustración escasamente ilustrada ha sido el positivismo, que inundó nuestras cabezas a lo largo de casi doscientos años. Existe incluso una carretera secundaria, la del positivismo romántico, en que toda esa porquería seudorracional entroncó con las infamias nacionalistas de Herder y la tradición prusiana para dar en el Partido Nacional Socialista. Pero, sin llegar a tanto, hace más o menos cien años una parte importante de las personas de reconocido valor intelectual de la época –que se prolongó hasta los años treinta– se sumó con entusiasmo al eugenismo, a la mejora de la especie por selección natural, salvando a los inteligentes y guapos y condenando al ostracismo o a la extinción al resto: tarados, homosexuales, judíos y otros grupos inferiores.
De tal doctrina se declararon entusiastas partidarios tipos tan dispares como Einstein –pese a que su condición de judío le inhabilitaba para ocupar un puesto entre los mejores–, Salvador Allende y nuestro doctor Gregorio Marañón. Después vino Auschwitz y todo el mundo se calló. Pero el silencio sólo otorga en términos sociales. La ideología, ese perverso animalito que nos condiciona hasta en el momento de elegir ropa o amante, persistió. Así como el antisemitismo se trocó en la cabeza de unos cuantos –no todos– en antisionismo, el eugenismo del doctor Mengele devino primero, de la mano de Stalin, en lysenkismo o genetismo proletario y más tarde, con los avances del saber sobre genética, en un crudo cientificismo abocado a colaborar en la selección natural. Aunque a Stalin la cosa de la superación no le iba tanto por el lado de los rubios con ojos azules, sino por la reproducción de uno, dos, tres, muchos obreros del estilo de Stajanov.
Y ahora nos encontramos, en público, en la prensa, a un montón de gente que habla de lo que en los años treinta y primeros cuarenta sólo se hablaba en algunos búnkeres arios con el debido respeto a lo que constituía un secreto de Estado: de la inmortalidad. Porque ése era el propósito último de toda aquella experimentación paradarwiniana en la que se medían cráneos y se sometía a los miembros de razas, religiones o sexualidades inferiores a las más diversas y retorcidas pruebas.
Hay, como no podía ser menos, una teleología del superhombre. Porque la más nefasta de cuantas ideas nos fueron metiendo en la cabeza los grandes teóricos es la de que la historia tiene una finalidad: la llegada –o el regreso– del Mesías, o del Mahdi, el socialismo científico, la instauración universal de la sharia o la sociedad aria purificada de desvíos semíticos –esto último, para entusiasmo de no pocos árabes, de los que es ejemplo el Muftí de Jerusalem, del que ya me he ocupado en estas páginas.
Dicen los modernos propagandistas del pulido genético que nos evitará cosas tan desagradables como el cáncer, el colesterol, los infartos y los niños problemáticos, que en un tiempo no muy lejano ese mismo camino nos llevará a ser lo que debemos ser, es decir, eternos. "La muerte es un mito", ha escrito alguno, en la foucaultiana línea de que el hombre mismo es un mito, un constructo generado por la cultura. Por paradójico que parezca, la mayor parte de los propagandistas de la inmortalidad científica –como el socialismo– son ardientes ateos, negadores de toda posibilidad de vida después de la muerte. (Y, de paso, ardientes anticlericales, antisionistas y dulces partidarios de la alianza esa de civilizaciones). Cada uno se busca su religión como puede.
Ahora bien: resulta que, pese a haber visto todas la sagas cinematográficas que han abundado sobre el tema, y de haber leído a Sartre, y de haber visto sus piezas en los teatros, aún no se han dado cuenta, o no han querido darse cuenta, de que lo que nos hace humanos es la mortalidad. Se lo explica Peter Falk al ángel Bruno Ganz en El cielo sobre Berlín, defendiendo el goce de la mortalidad. Se lo explica Rutger Hauer a Harrison Ford en Blade Runner, con un añadido: nos hace falta conocer la presencia de la muerte, pero sin una fecha conocida: lo que necesita un replicante para ser un hombre no es no tener fecha de caducidad, sino ignorarla.
La mortalidad es la fuente de toda ética. Es en ella donde se produce la historia. Por ella creamos el lenguaje, herramienta principal del legado de la experiencia, como bien explicó, al menos para mi generación, Ray Bradbury en Fahrenheit 451. Más aún: la mortalidad es la fuente del amor, en todos los sentidos del término, desde el amor pasional hasta la más elemental hospitalidad de pan y sal. Por supuesto que Nietzsche necesitaba desesperadamente la muerte de Dios: sin ese detalle no hay superhombre. El hombre no es un mito, pero cada hombre es perfectamente circunstancial y, afortunadamente, muere y teme a la muerte. Esto es Platón, San Pablo, Homero... Es lo que somos. El resto es barbarie. Aunque esté de moda acudir a la Tyrell Co. en busca de lo que no somos.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezial.com
De tal doctrina se declararon entusiastas partidarios tipos tan dispares como Einstein –pese a que su condición de judío le inhabilitaba para ocupar un puesto entre los mejores–, Salvador Allende y nuestro doctor Gregorio Marañón. Después vino Auschwitz y todo el mundo se calló. Pero el silencio sólo otorga en términos sociales. La ideología, ese perverso animalito que nos condiciona hasta en el momento de elegir ropa o amante, persistió. Así como el antisemitismo se trocó en la cabeza de unos cuantos –no todos– en antisionismo, el eugenismo del doctor Mengele devino primero, de la mano de Stalin, en lysenkismo o genetismo proletario y más tarde, con los avances del saber sobre genética, en un crudo cientificismo abocado a colaborar en la selección natural. Aunque a Stalin la cosa de la superación no le iba tanto por el lado de los rubios con ojos azules, sino por la reproducción de uno, dos, tres, muchos obreros del estilo de Stajanov.
Y ahora nos encontramos, en público, en la prensa, a un montón de gente que habla de lo que en los años treinta y primeros cuarenta sólo se hablaba en algunos búnkeres arios con el debido respeto a lo que constituía un secreto de Estado: de la inmortalidad. Porque ése era el propósito último de toda aquella experimentación paradarwiniana en la que se medían cráneos y se sometía a los miembros de razas, religiones o sexualidades inferiores a las más diversas y retorcidas pruebas.
Hay, como no podía ser menos, una teleología del superhombre. Porque la más nefasta de cuantas ideas nos fueron metiendo en la cabeza los grandes teóricos es la de que la historia tiene una finalidad: la llegada –o el regreso– del Mesías, o del Mahdi, el socialismo científico, la instauración universal de la sharia o la sociedad aria purificada de desvíos semíticos –esto último, para entusiasmo de no pocos árabes, de los que es ejemplo el Muftí de Jerusalem, del que ya me he ocupado en estas páginas.
Dicen los modernos propagandistas del pulido genético que nos evitará cosas tan desagradables como el cáncer, el colesterol, los infartos y los niños problemáticos, que en un tiempo no muy lejano ese mismo camino nos llevará a ser lo que debemos ser, es decir, eternos. "La muerte es un mito", ha escrito alguno, en la foucaultiana línea de que el hombre mismo es un mito, un constructo generado por la cultura. Por paradójico que parezca, la mayor parte de los propagandistas de la inmortalidad científica –como el socialismo– son ardientes ateos, negadores de toda posibilidad de vida después de la muerte. (Y, de paso, ardientes anticlericales, antisionistas y dulces partidarios de la alianza esa de civilizaciones). Cada uno se busca su religión como puede.
Ahora bien: resulta que, pese a haber visto todas la sagas cinematográficas que han abundado sobre el tema, y de haber leído a Sartre, y de haber visto sus piezas en los teatros, aún no se han dado cuenta, o no han querido darse cuenta, de que lo que nos hace humanos es la mortalidad. Se lo explica Peter Falk al ángel Bruno Ganz en El cielo sobre Berlín, defendiendo el goce de la mortalidad. Se lo explica Rutger Hauer a Harrison Ford en Blade Runner, con un añadido: nos hace falta conocer la presencia de la muerte, pero sin una fecha conocida: lo que necesita un replicante para ser un hombre no es no tener fecha de caducidad, sino ignorarla.
La mortalidad es la fuente de toda ética. Es en ella donde se produce la historia. Por ella creamos el lenguaje, herramienta principal del legado de la experiencia, como bien explicó, al menos para mi generación, Ray Bradbury en Fahrenheit 451. Más aún: la mortalidad es la fuente del amor, en todos los sentidos del término, desde el amor pasional hasta la más elemental hospitalidad de pan y sal. Por supuesto que Nietzsche necesitaba desesperadamente la muerte de Dios: sin ese detalle no hay superhombre. El hombre no es un mito, pero cada hombre es perfectamente circunstancial y, afortunadamente, muere y teme a la muerte. Esto es Platón, San Pablo, Homero... Es lo que somos. El resto es barbarie. Aunque esté de moda acudir a la Tyrell Co. en busca de lo que no somos.
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