Cada vez que añado un término a mi diccionario personal de palabras prohibidas pienso en Éluard y en el mariscal Pétain, en que el segundo dejó vivir al primero y viceversa. Y en que las prohibiciones nunca son misteriosas.
En su día, inauguré mi catálogo de vedas léxicas con la palabra "España", buscando en la memoria el día en que la prensa la sustituyó por el eufemismo "Estado español". Ha de haber sido entre 1976 y 1978, porque la fórmula desempeñó una función ideológica importante en la creación del Estado de las Autonomías: una parte de las clases políticas vascas y catalanas se sentían más cómodas en un Estado, aunque fuese ocasionalmente español, que en España. Y en incontables publicaciones locales, sobre todo las de carácter más marcadamente etnicista o nacionalista, la expresión se abreviaba, aludiendo al Estado, sin aditamentos, o al "resto del Estado".
Reconozco que, como hijo del exilio republicano, la situación me resultó un tanto desconcertante. La educación de un hijo de exiliados era preponderantemente literaria; la literatura producida por los derrotados en la Guerra Civil alcanzaba para varias vidas de lectura, y en ningún caso los novelistas, los poetas, los ensayistas, los periodistas, eludían hablar de España. Más aún: el nombre de la nación solía aparecer en un porcentaje muy alto de los títulos, fuese que llevaran la firma de españoles, fuese que llevaran la de extranjeros implicados en la contienda. José Bergamín había llamado a ese conjunto humano a la deriva –bien estudiado cuantitativamente, pero sobre el cual falta un serio análisis cualitativo, ideológico y moral– "España peregrina".
No era, pues, fácil entender que, de un día para el otro, precisamente cuando el nombre de España podía adquirir un sentido nuevo, tan alejado del franquismo como de las tendencias sovietizantes que habían corrompido a la República y la habían carcomido desde el interior hasta el punto de hacer indeseable su triunfo, se abdicaba de su empleo. Y ese extraño ejemplar humano que era Bergamín, un católico comunista de pensamiento inasible, que había hablado de España hasta hartarse, dejaba de hacerlo, se sumaba a la causa bárbara del nacionalismo vasco más cerril y violento y se iba a la tumba bajo el amparo de la bandera local.
¿Una traición? Sí, sin duda. Una más. De las muchas que dieron carácter a la época: imprescindibles unas, necesarias otras para la supervivencia de los partidos políticos, vanas las más. Hablo de traiciones, no de evoluciones ideológicas como las de los demócratas cristianos nacidos en el seno del franquismo, o las de viejos comunistas más interesados en la democracia que en la instauración de otra dictadura, de cuyo fracaso eran más que conscientes –la mía propia—, o las de quienes iniciaron su trayectoria supuestamente revolucionaria en la dictadura y terminaron en la defensa de causas más justas, como Mario Onaindía, cuyo libro póstumo sobre la nación española –nada menos– tendría que haber tenido una mayor trascendencia. Involuciones tampoco faltaron, pero no es del caso referirse a ellas aquí.
Lo que había detrás de la renuncia a la palabra "España", primero, la prohibición tácita de su empleo, después, era el proyecto de la "satanización de una identidad, la española, culpable y fascista por definición y a la que, con tal de borrarla, hasta se le ha negado la legitimidad de su genealogía", como escribió hace poco David Gistau. Así se comprende la funcionalidad del constructo intelectual "nacionalista" de reescritura del pasado por el cual todos los vascos y todos los catalanes, en cuanto tales, y no en cuanto ciudadanos de determinadas ideologías, perdieron la guerra.
El objetivo era un modelo determinado de Estado de las Autonomías. Que desembocaría en un Estado federal. Asimétrico, por supuesto. La palabra, políticamente correcta, la resemantizó uno de los campeones de la derogación del empleo de la palabra "España": Pasqual Maragall. Decir que las partes de un Estado federal son asiméticas significa que son desiguales. El federalismo de Maragall tiende a lo que no debe tender nunca el federalismo: a la promoción de la desigualdad. Y nace de donde no debe nacer nunca el federalismo: de la separación de lo que está históricamente unido.
Hablar de España implica hablar de una unidad con la que estos personajes quieren acabar, hablar de unas relaciones entre regiones de distinto nivel de desarrollo que tienden a lo igualitario, hablar de un proyecto común de crecimiento complementario. Cosas que sólo ocasionalmente han interesado a las clases dirigentes vasca y catalana, que ganaron la guerra con Franco y la paz con Felipe González y que ahora pretenden constituirse en clase dirigente española mediante el chantaje, el uso y el abuso de derechos singulares obtenidos e institucionalizados durante la transición y, lo que es infinitamente más peligroso, el debilitamiento sistemático del Estado, que, les guste o no, se llama España. Todavía.
Esto, en cuanto a lo interior. En cuanto a lo exterior, la situación es mucho más grave. No en vano los ministros más notorios, y los más patéticos, del actual equipo de gobierno son Moratinos y Bono, titulares de Exteriores y Defensa. Representantes de lo que sigue siendo España ante el resto del mundo. Ejecutores de una política que el presidente Zapatero ha definido como de "retorno a Europa con humildad" –es decir, de retorno a la sumisión al eje francoalemán– y de "alianza de civilizaciones" –es decir, de sumisión a la política marroquí–.
Una política de indefensión. Promovida desde la oposición con las pancartas "contra la guerra", contra cualquier guerra, y asumida como eje de acción por la casta del espectáculo y la cultura light populistas: la resumió como nadie Miguel Bosé en su deseo televisado de fin de año 2004, al decir "que se acaben todas las guerras, porque es que yo no entiendo esas cosas". Podía, con el mismo derecho, haber expresado su voluntad de que se acabara todo lo que él no entiende, incluidas la física cuántica y la política en general, con lo que habría hecho morir de gusto al presidente, que aboga por su liquidación al sustituir, con la mayor corrección política, el debate y el acuerdo por algo a lo que vagamente denomina "diálogo" y que, a diferencia del debate y el acuerdo, no tiene final ni, por supuesto, fecha de caducidad.
Ciertamente, la guerra ocasiona muertes y, en muchos casos, desprestigio. Que se lo pregunten, si no, a Churchill, desbancado por el populista Atlee cuando la dosis de sangre, sudor y lágrimas pareció excesiva a una parte considerable de los ingleses. Con la muerte de unos y el desprestigio de otros se preserva la soberanía, que no es cosa menor cuando del porvenir de una comunidad se trata. Esto hay que entenderlo, aunque a Miguel Bosé no se le alcance, y explicarlo, incluso a él.
Y explicar que esa palabra desaparecida de la prensa, salvo contadas excepciones, la palabra España, tiene un sentido que va más allá del Estado. Las naciones, ha afirmado Benedict Anderson, nacen de las "comunidades imaginarias", de abstracciones compartidas, y cuando se amputa el nombre se amputa la creación colectiva de la comunidad nacional.