En otras palabras, son los presidentes quienes deciden el qué y el cómo de las relaciones internacionales. Poco se habla, en cambio, del rol de los propios ciudadanos en materia de integración. A tal punto tenemos asumida dicha realidad que hasta suponemos que el Gobierno siempre decidirá "lo correcto" a la hora de relacionarnos con otros países, y que nuestros intereses personales están siempre bien protegidos bajo el ala del presidente de turno.
Sin embargo, la historia ha mostrado que son las personas y no los gobiernos los mejores agentes de integración internacional. Las oleadas de inmigración libre durante el siglo XIX son el mejor ejemplo de ello. Millones de personas eligieron dónde vivir y trabajar, asumieron la cultura a la que ingresaban y aportaron sus propias capacidades, sin mediar tratados ni protocolos entre estados.
La pregunta entonces es: ¿por qué hoy damos por sentado que la mejor forma de relacionarnos con nuestros vecinos es a través del Estado? La verdadera integración es aquélla en que los propios ciudadanos de distintos países interactúan directamente unos con otros, intercambiando conocimientos, comerciando, desarrollando proyectos conjuntos, etcétera. Entonces hay verdaderas relaciones internacionales.
¿Cuál es camino? Avanzar hacia una mayor libertad de fronteras. Mucho se habla del libre comercio y de las facilidades para la inversión extranjera (fundamentales, por cierto), pero poco se discute de una libertad mucho más esencial: el derecho a elegir dónde vivir o trabajar.
Los beneficios de un sistema de fronteras más libre son muchos: mejora la distribución del capital humano, favoreciendo la eficiencia; se facilita la "exportación" de experiencias que requieren activa participación de personas; se abren oportunidades para un mayor intercambio cultural y académico; se moderan los nacionalismos; se multiplican las oportunidades para el emprendimiento internacional de las pymes; se moderan las políticas domésticas de cada país (los ciudadanos ya no están "cautivos" de sus gobiernos), etcétera.
Algunos temen que esto pudiera significar una "invasión" de inmigrantes a determinados países. Es difícil que ello ocurra (las restricciones para migrar son muchas, especialmente familiares y culturales), pero bien puede resguardarse dicha posibilidad mediante una apertura gradual y multilateral de fronteras (tal como se hizo en Europa) que contribuya a balancear las migraciones entre los países.
En todo caso, la libertad de fronteras no debe asimilarse exclusivamente a la inmigración. Una de las principales ventajas de tener fronteras más abiertas es la gran movilidad que se logra, y que permite a las personas trasladarse temporalmente a otro país para desarrollar alguna incitativa específica, sin limitaciones especiales. Así, por ejemplo, se facilitan las prácticas laborales, el intercambio de estudiantes, los proyectos profesionales temporales, etcétera. Es decir, una auténtica integración, con ciudadanos que van y vienen. Tal como ocurre en Europa, donde un español puede estudiar en Inglaterra, hacer prácticas en Alemania y luego trabajar en Italia.
Habrá quienes señalen que en Sudamérica no es posible una política de este tipo, por las marcadas diferencias de ingreso entre los países. Algo parecido se decía en los años 60 para proteger la industria nacional frente a la competencia extranjera; sin embargo, la historia nos mostró que bajar los aranceles y abrir el comercio a todo el mundo era beneficioso. Con las personas no es diferente.
En síntesis, la principal tarea internacional para las autoridades de la región exige abandonar el tradicional monopolio de las relaciones internacionales y facilitar el espacio para la interacción directa entre habitantes de distintos países. Eso incluye no sólo el comercio y las inversiones, sino especialmente una mayor libertad de fronteras para las personas.
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