La muerte de uno de esos animales apenas nos produce emoción (puede producirla a su propietario, pero sólo por razones particulares), y, a decir verdad, estamos matando constantemente cantidades ingentes de animales, sin el más mínimo sentimiento, para alimentarnos de ellos. Se supone, en cambio, que una persona es otra cosa, y aunque nos es imposible sentir nada por los cientos de miles o millones de personas desconocidas que cada día abandonan la vida, una matanza de seres humanos, o un grave accidente en que perecen muchos, aunque suceda al otro lado del mundo, nos conmueve, o se supone que debiera conmovernos. ¿Por qué? Si la diferencia entre un hombre y un cerdo de los que sacrificamos por millones se limita a la mayor complejidad física y química del primero, el único contenido de esa emoción sería un miedo egoísta, al percibir los vivos su propio destino en los fallecidos.
Cuando muere un animal, su cuerpo se desorganiza y descompone, en eso consiste propiamente su muerte, y cuando muere una persona sucede igual. Sin embargo, parece que en el caso humano hay algo más: la muerte significa también el final de una historia. Dicho de otro modo, la “máquina” de Einstein y la de Lenin, la de un pirata y la de un empleado de banca, son prácticamente iguales, pero cuán distintas sus historias. También un animal tiene su historia, la sucesión de sus avatares mientras vive, pero hay una diferencia profunda. La historia del animal viene determinada y limitada por sus instintos, es decir, por los modos básicamente estereotipados como satisface sus necesidades, mientras que en el ser humano entra constantemente otro elemento: la elección. El animal no elige, el instinto lo hace por él, por así decir. En la persona, la elección, aunque no sea la única base de su conducta, está siempre presente, desde los aspectos más triviales e incomprometidos, como la decisión de un ama de casa sobre qué comida preparará hoy, hasta la de quien se ve tentado por una ganancia que puede suponer un crimen.
La historia de una persona parece tener por base la elección, y consistir, al menos en gran medida, en una cadena de decisiones. De ahí nace su carácter moral, y a menudo trágico. Pues, aunque nuestras elecciones persiguen por lo común el bien, por muy confusa o particularmente que esa noción se presente a nuestra conciencia, nunca podemos prever totalmente las consecuencias, y constatamos a cada paso cómo nos engañamos sobre ellas, cómo una decisión más o menos bienintencionada puede producir el mal, o cómo un mal se transforma en lo contrario, por no mencionar los diversos conceptos de bueno y malo que suele tener la gente. El afán humano por establecer unos criterios fiables sobre la bondad y la maldad ha sido enorme a través de las generaciones, y sin embargo nunca llegamos a una comprensión realmente satisfactoria. Quizá sea un rasgo de la condición humana que hemos de aceptar, sin que por ello nos sea posible renunciar al penoso esfuerzo.
Según el mito bíblico, el demonio tentó a Adán y Eva con la promesa de conocer la ciencia del bien y el mal, y de hacerse, así, iguales a Dios. La tentación está siempre presente, y en un plano general aparece, entre otras cosas, como ideología. La ideología promete a sus adeptos la ciencia del bien y el mal, por tanto la diferencia entre los buenos y los malos, pero sus frutos han sido venenosos.
Volviendo al principio de esta divagación, notamos cómo la muerte de una persona significa el final de una historia. Conocer una historia personal implica valorarla y juzgarla, y un impulso irreprimible, o casi, nos lleva a intentarlo con cuantas historias caen a nuestro alcance. El mismo Mao decía, incongruentemente: “La muerte llega a todos, pero puede tener menos peso que una pluma, o más peso que el monte Taishan”. Sin embargo, una vez constatamos que una vida humana es una historia, es decir, que escapa a las meras determinaciones físicas de la máquina, nos damos cuenta de que esa historia jamás la conoceremos ni podremos juzgar sobre ella. Una parte fundamental de la historia de cada persona transcurre en deliberaciones íntimas que no trascienden ni a sus más allegados. Es más, buena parte de esas deliberaciones circula por un terreno oscuro entre lo consciente y lo inconsciente, que el propio sujeto capta de modo nebuloso. Vemos a una persona como un sujeto, como “ella misma”, con su exclusividad individual, y todos nos sentimos así, pero cuántas apreciaciones y valoraciones distintas y opuestas despierta cada sujeto en quienes creen conocerle. Y siendo y sintiéndose “ella misma”, la memoria de sí, que le permite identificarse como sujeto, cuántas cosas ha olvidado, empezando por la primera infancia.
La historia de cada uno, por tanto, sólo en pequeño grado resulta cognoscible, incluso para el mismo sujeto. Y sin embargo esa historia está ahí sin duda, no es un fantasma, y la percibimos de modo similar a como percibimos la descomposición de un cuerpo, aun sin tener idea de los complicados procesos bioquímicos que entraña. Si consideramos la gigantesca cantidad de historias de que se compone la humanidad, nos sentimos abrumados. ¿Quién puede entender ese maremágnum? ¿Quién puede valorarlo? ¿Habrá una mente que las tenga todas presentes y les dé un sentido, o será sólo una efervescencia intranscendente sobre la corteza terrestre análoga a la de una masa de gusanos sobre un cadáver? Se nos dice que el sentido se encuentra en la propia humanidad, pero cuando vemos la diversidad y aun oposición de valoraciones que suscita en nuestras mentes una historia personal cualquiera y más o menos conocida, nos sentimos desconcertados. La humanidad no tiene, ni hay vislumbres de que llegue a tener, un criterio suficiente sobre el valor de su propia vida. Busca ese criterio infatigablemente, pero con resultados parciales y continuamente revisables. A menudo se ha creído próximo el conocimiento del bien y del mal, cercana la deificación del hombre, y todas las veces llegó la decepción, tanto más amarga cuanto mayor la esperanza. No estoy seguro de si esta conclusión es optimista o pesimista.