La limitación de mandatos –aplicada no sólo a los políticos electos, también a sus altos cargos de confianza– supondría un obstáculo a la extensión de las redes clientelares que se forman en torno a las unidades administrativas públicas. Al igual que en todas las profesiones, existen buenos funcionarios que trabajan con honradez y profesionalidad, que hacen multitud de horas extras no remuneradas y orientan su trabajo al servicio a los ciudadanos. Sea como fuere, una renovación efectiva, cada cuatro u ocho años, de la administración del Estado permitiría la entrada de aire fresco en los despachos y, al menos en teoría, complicaría la labor de los grupos de presión.
Por otro lado, sería esencial que hubiese agencias anticorrupción que interviniesen sobre aquellos funcionarios, directivos y políticos que incurrieran reiteradamente en actos administrativos no ajustados a derecho o cuyos patrimonios experimentaran crecimientos anormales. Evidentemente, las instituciones anticorrupción no deberían seguir los intereses de político alguno, sino los de la justicia.
El Gobierno de los Estados Unidos señala como factores críticos para el éxito de una agencia anticorrupción la adopción de una estrategia comprensible que alcance a todo el sector público –no solo al Estado central–, la independencia de sus mandos y empleados y el fuerte respaldo político. Como en todos los procesos de evolución de la estructura institucional, es muy importante elegir bien el momento constitucional para la puesta en marcha de un organismo de este tipo.
Como muchos ciudadanos ya no confiamos demasiado en la actuación de los políticos, entiendo que sería mejor que las agencias anticorrupción pudiesen operar descentralizadamente y bajo la tutela de juzgados especializados, con jueces independientes turnándose aleatoriamente en la dirección de las investigaciones. Claro, que para que funcionase dicha agencia con una dirección judicial en vez de política sería preciso contar con un poder judicial realmente independiente. Tampoco vendría mal una agencia europea, pero también ésta debería estar en manos de jueces independientes.
Las agencias anticorrupción deberían estar orientadas al control de los actos administrativos dudosos susceptibles de afectar al presupuesto público, pero también a la supervisión de las declaraciones patrimoniales, al igual que ocurre en Estados Unidos. Igualmente, estos organismos deberían controlar las auditorías llevadas a cabo por los técnicos de la Intervención General del Estado, a fin de asegurar que el brazo de ésta alcanza por igual a todas las instituciones (comunidades autónomas, Estado central, ayuntamientos, diputaciones provinciales, cabildos...).
La U. S. Goverment Accountability Office ha revisado recientemente sus estándares para introducir mayores niveles de ética, independencia, juicio y competencia profesionales en las auditorias internas. En teoría, deben operar según los criterios y recomendaciones de la International Auditing and Assurance Standards Board (IAASB), sin que los políticos puedan introducir variaciones legislativas locales que reduzcan a un mero trámite administrativo la labor interventora, dado que es un cuerpo funcionarial esencial para garantizar la transparencia en la gestión de las cuentas públicas.
Sin embargo, asistimos a un espectáculo bochornoso de deterioro moral del régimen político en España, con una casta político-judicial que impide cerrar fisuras normativas e instaurar instituciones que puedan mejorar la democracia a favor de los votantes.
Pues bien, es ahí donde radica el problema principal para lograr que las declaraciones patrimoniales, las auditorias internas, la limitación de mandatos o las agencias anticorrupción puedan ser implantadas algún día como barreras contra la prevaricación, la malversación y la corrupción generalizadas.