Como no podía ocurrir de otra manera, en la vida y la obra de Henry Benjamin Constant de Rebeque (1767-1830) las circunstancias históricas juegan un papel de gran relevancia en la gestación de sus ideas. Las bibliografías que componen los autores difícilmente pueden comprenderse al margen de las biografías que recorren. Por esta razón, a la hora de estudiar las obras de los pensadores, es aconsejable empezar por el principio. El examen de las ideas de Constant nos aconseja remontarnos, entonces, hasta el escenario —la cuna— que le vio nacer.
Benjamin Constant es por nacimiento suizo y protestante. Con esto no está todo dicho ni explicado, pero sin advertirlo de entrada quedaría en la penumbra la centralidad de nuestro asunto. Nacido en Lausana y paisano de Jean-Jacques Rousseau, no extraña, por tanto, que Constant medite intensamente sobre las servidumbres que amenazan a las sociedades fijadas dentro de los márgenes físicos de un pequeño Estado y sirven devotamente a unos principios de autoridad espiritual que vienen de antiguo.
Constant deja pronto Suiza, y aunque sería exagerado definirlo como el anti-Rousseau del pensamiento político, lo cierto es que buena parte del sentido y la significación de sus escritos cobra especial sentido en la confrontación ininterrumpida que mantiene con el ginebrino. Con Rousseau comparte, por lo demás, una suerte amarga que remite asimismo al instante del alumbramiento: la madre de Constant muere poco después de dar a luz al pequeño Benjamin. No obstante, Constant no hará, como su paisano, de esta tragedia el sino, y casi un argumento poderoso, de la existencia desgraciada que aspira a recuperar y compensar la inocencia perdida recreando un horizonte político que se retuerce hacia atrás, hacia la Antigüedad, para allí conservarse uno puro y virtuoso.
De la estirpe de los autores coetáneos y coterráneos característicos de la época, Constant distribuye sus energías entre la reflexión teórica y la acción política. Desde muy joven viaja por Europa, realizando estudios en Bruselas, Alemania y el Reino Unido. En Edimburgo toma contacto con la Ilustración escocesa, la cual influirá poderosamente en la maduración de sus ideas. La Revolución Francesa coincide en el tiempo con un casamiento de conveniencia que se consuma durante una breve estancia en Alemania y acaba tan temprana como tormentosamente.
En 1795 vuelve a Lausana donde conoce a Germaine de Staël (más conocida como Madame de Staël), con quien inicia una intensa relación, tranformada con los años en larga amistad y en provechosa unión intelectual, aunque también acabe, finalmente, en ruptura. Bajo los auspicios de la inteligente y poderosa dama, Constant se inicia en los círculos liberales de París. Con ella partirá más tarde al exilio en 1803, a raíz de unas fuertes disputas con el Primer Cónsul Napoleón Bonaparte. Con la gentil dama va fijando, en fin, las ideas que desarrollará en sus textos centrales, entre ellos el muy célebre Sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos.
En el germen de esta importante conferencia, pronunciada en el Ateneo Real de París en febrero de 1819, confluyen dos notorias motivaciones: por un parte, la reformulación que hace el autor de las ideas republicanas de Rousseau, y en particular, la noción de libertad heredera de los antiguos (la Antigüedad grecolatina); y, por otra parte, la tentación de retornar al Antiguo Régimen alentada por los sectores reaccionarios de los “nuevos antiguos” (la Francia de la Restauración, pero también la jacobina y la del Imperio). En ese mismo año, Constant, recién elegido diputado, se opone a la reimplantación de los viejos modelos en política, de la “vieja política”, como dirá más tarde Ortega y Gasset al caracterizar en 1914 la realidad española, igualmente situada dramáticamente entre dos orientaciones contrapuestas: el pasado y el porvenir, las restauraciones y las renovaciones.
Para Constant, no es posible ser plenamente libre sin ser resueltamente moderno; o es lo que es lo mismo: sin estar a la altura de los tiempos. He aquí la tesis principal de su obra. En la perspectiva antigua de la polis, el hombre es un animal político, un ser sólidamente atado a la comunidad, con la que se siente solidario por encima de cualquier otra consideración, por ejemplo, el impulso y fomento de lo individual y privado. Para los antiguos, el hombre es hombre porque es ciudadano. La política era entonces anterior y superior a la ética.
Al comienzo del Emilio refiere Rousseau un episodio escalofriante con vocación de ejemplaridad: la historia de la madre coraje republicana de Esparta que, pasando literalmente por encima del cadáver de sus cinco hijos muertos en el campo de batalla, pregunta ansiosa al mensajero por lo importante: si la ciudad ha resultado finalmente victoriosa en la refriega. “¡He aquí a la ciudadana!”, exclama Rousseau ante tamaña demostración de compromiso moral y político. Así habla la política antigua.
Tal y como afirma Constant, el ideal de libertad preconizado por Rousseau, el abate Mably y demás republicanos (en el sentido antiguo o europeo-continental del término) está inspirado por el patrón de vida política espartano: austero, solidario, belicoso, jerarquizado. Bajo ese molde unificador, el poder colectivo y el “interés común” lo justifican todo; la libertad individual, los negocios y la prosperidad, no significan nada bueno. El modo de vida moderno encuentra, por el contrario, en Atenas un precedente notable, ya contrapuesto en su día al gobierno de Lacedemonia. Atenas es, ciertamente, una ciudad-estado pequeña, pero de carácter abierto, tanto en lo que concierne al espacio político como al económico.
La dualidad conceptual queda, pues, claramente definida: “La guerra es el impulso, y el comercio el cálculo”. Las reducidas dimensiones de las comunidades antiguas, la independencia asegurada mediante el recurso recurrente a la guerra y la conquista, así como la existencia de la esclavitud y la presión de los tributos nunca suficientes para el gobernante, constituyen la base del mundo antiguo. Bajo estas condiciones, la libertad y la independencia individuales, el gobierno representativo, la iniciativa privada y la libre empresa son inconcebibles. El mundo antiguo constituye el escenario de la acción directa y la coacción. Con todo, los tiempos modernos no deben entregarse a la destrucción de aquello que, por lo demás, ya ha sido franqueado por la Historia, sino a la reforma y la renovación, a la puesta al día de lo antiguo, según establezcan en cada momento las necesidades de los hombres.
El vivaz liberalismo de Constant, preocupado por equilibrar el respeto a los principios con la observancia del sano pragmatismo, ha quedado, pues, patente. El texto siguiente lo explicita todavía más: “Todo impuesto —declara— es un mal necesario; pero como todos los males necesarios, hay que reducirlo lo más posible. Cuantos más medios se dejan a disposición de la industria, más prospera un Estado. El impuesto, aunque sólo sea porque le quita una porción cualquiera de esos medios a la industria, es dañino”. (Principios de política).
El modelo moderno de libertad, ya perfilado en Atenas, avanza a medida que crece la actividad comercial, entendida como una “tentativa para obtener de buena voluntad aquello que no se espera conquistar por la violencia”. Mas, añade Constant, el comercio no sólo inspira el amor del hombre por la libertad individual, sino que socorre sus necesidades y satisface sus deseos sin intervención de la autoridad. Desde la perspectiva de la libertad moderna, el hombre moral y económico es, por supuesto, anterior y primordial al hombre político. Con aquél crece la libertad de los hombres, pero también la riqueza de las naciones: “la riqueza es un poder más disponible en todos los instantes, más aplicable a todos los intereses y, por consiguiente, mucho más real, y mejor obedecida: el poder amenaza; la riqueza recompensa”.
La libertad moderna se opone a la libertad de los antiguos, pero también a la libertad de los jacobinos, de los revolucionarios que escriben el guión del progreso con caracteres antiguos y tipos del pasado. Hoy como ayer, los progresistas son los “retroprogresistas”, los “nuevos antiguos” de siempre. Y el único futuro que se les reserva es que siempre lo serán.