Aunque no se mencionó, el detonante parece haber sido la decisión de un juez de encausar a China por la represión contra los tibetanos y a ciertos altos funcionarios norteamericanos por las torturas aplicadas a los detenidos en Guantánamo. Era un despropósito que España se convirtiera en el severo vengador de los crímenes ajenos cuando se trata de un país que ignoró o amnistió los crímenes cometidos durante su última guerra civil. Los parlamentarios socialistas, liberal-conservadores y nacionalistas, juiciosamente, apoyaron la medida de abandonar ese hipócrita rol. Sólo se opusieron los comunistas de Izquierda Unida y otros dos minúsculos grupos de esa misma cuerda ideológica que no tienen la responsabilidad de gobernar, sino el deseo obsesivo de aparecer en los diarios.
Por otra parte, los tribunales españoles no están, francamente, para impartir lecciones internacionales de probidad y justicia. Entre las instituciones más deterioradas del país se cuenta, precisamente, el poder judicial. Los jueces y los fiscales se vinculan a agrupaciones por sus afinidades ideológicas, y continúan en los tribunales sus batallas políticas. Si un acusado es percibido como una persona de derecha y le toca un juez o unos fiscales de izquierda, lo probable es que la sentencia sea condenatoria. A la inversa, aunque tal vez con menos desparpajo, suele suceder lo mismo. La justicia española no tiene una venda en los ojos y una balanza en la mano, sino que empuña una espada con rabia y lleva una escarapela en la cabeza. Se ha devaluado vergonzosamente.
El asunto es muy grave. Se suele olvidar que en la Edad Media la legitimidad de los reyes no provenía realmente de la gracia de dios, sino de su jurisdicción, esto es, de la forma en que impartieran justicia o dijeran derecho. El rey tenía que ser un juez imparcial o no merecía ser rey. La espina dorsal de la estabilidad política y de la conformidad de los ciudadanos con el sistema político en el que viven es la administración de justicia. Cuando el ciudadano percibe que el Estado no actúa justa y equitativamente, su reacción predecible será militar contra el sistema. Otra de las consecuencias más devastadoras de la mala calidad de la justicia es que la sociedad que la padece multiplica el incumplimiento de las leyes. ¿Para qué obedecer las reglas si ignorarlas no suele tener consecuencias o solo las tiene para quien no posee las conexiones adecuadas?
Y si en España es grave el paulatino deterioro de la justicia, en América Latina el panorama es aún más desolador. Los partidos políticos se reparten las instancias judiciales descaradamente como si fueran parcelas de poder o un botín conseguido tras el asalto a las urnas. Los políticos se aseguran la impunidad propia nombrando a sus jueces, o utilizando los tribunales para descabezar al adversario fabricándole falsos delitos. Es lo que estamos observando todos los días en Venezuela con el acoso a Globovisión y a la familia Zuloaga. Es lo que sucede en Nicaragua con la artificial persecución judicial a uno de los líderes de la oposición, Eduardo Montealegre. Es lo que vemos en la utilización de Interpol para perseguir a los enemigos, transformando esa útil red policiaca internacional en un brazo sectario dedicado a inmovilizar a enemigos incómodos que ni siquiera pueden viajar porque no saben en cuál aeropuerto serán detenidos por haber sido catalogados como delincuentes peligrosos por algún gobierno inescrupuloso.
¿Es posible la justicia penal internacional? Tal vez sí (aunque yo tengo mil dudas y objeciones), pero siempre y cuando los tribunales no sean nacionales, sino internacionales, para que no intervengan en sus decisiones y sentencias las batallas políticas internas o la búsqueda de notoriedad de jueces y fiscales que desean construirse un futuro político propio. En todo caso, harían muy bien España y las naciones latinoamericanas en examinar con mucho cuidado el sistema de administración de justicia que poseen. Están minando los fundamentos del Estado de Derecho. Están jugando con fuego.
Por otra parte, los tribunales españoles no están, francamente, para impartir lecciones internacionales de probidad y justicia. Entre las instituciones más deterioradas del país se cuenta, precisamente, el poder judicial. Los jueces y los fiscales se vinculan a agrupaciones por sus afinidades ideológicas, y continúan en los tribunales sus batallas políticas. Si un acusado es percibido como una persona de derecha y le toca un juez o unos fiscales de izquierda, lo probable es que la sentencia sea condenatoria. A la inversa, aunque tal vez con menos desparpajo, suele suceder lo mismo. La justicia española no tiene una venda en los ojos y una balanza en la mano, sino que empuña una espada con rabia y lleva una escarapela en la cabeza. Se ha devaluado vergonzosamente.
El asunto es muy grave. Se suele olvidar que en la Edad Media la legitimidad de los reyes no provenía realmente de la gracia de dios, sino de su jurisdicción, esto es, de la forma en que impartieran justicia o dijeran derecho. El rey tenía que ser un juez imparcial o no merecía ser rey. La espina dorsal de la estabilidad política y de la conformidad de los ciudadanos con el sistema político en el que viven es la administración de justicia. Cuando el ciudadano percibe que el Estado no actúa justa y equitativamente, su reacción predecible será militar contra el sistema. Otra de las consecuencias más devastadoras de la mala calidad de la justicia es que la sociedad que la padece multiplica el incumplimiento de las leyes. ¿Para qué obedecer las reglas si ignorarlas no suele tener consecuencias o solo las tiene para quien no posee las conexiones adecuadas?
Y si en España es grave el paulatino deterioro de la justicia, en América Latina el panorama es aún más desolador. Los partidos políticos se reparten las instancias judiciales descaradamente como si fueran parcelas de poder o un botín conseguido tras el asalto a las urnas. Los políticos se aseguran la impunidad propia nombrando a sus jueces, o utilizando los tribunales para descabezar al adversario fabricándole falsos delitos. Es lo que estamos observando todos los días en Venezuela con el acoso a Globovisión y a la familia Zuloaga. Es lo que sucede en Nicaragua con la artificial persecución judicial a uno de los líderes de la oposición, Eduardo Montealegre. Es lo que vemos en la utilización de Interpol para perseguir a los enemigos, transformando esa útil red policiaca internacional en un brazo sectario dedicado a inmovilizar a enemigos incómodos que ni siquiera pueden viajar porque no saben en cuál aeropuerto serán detenidos por haber sido catalogados como delincuentes peligrosos por algún gobierno inescrupuloso.
¿Es posible la justicia penal internacional? Tal vez sí (aunque yo tengo mil dudas y objeciones), pero siempre y cuando los tribunales no sean nacionales, sino internacionales, para que no intervengan en sus decisiones y sentencias las batallas políticas internas o la búsqueda de notoriedad de jueces y fiscales que desean construirse un futuro político propio. En todo caso, harían muy bien España y las naciones latinoamericanas en examinar con mucho cuidado el sistema de administración de justicia que poseen. Están minando los fundamentos del Estado de Derecho. Están jugando con fuego.