Se supone que en un debate científico como el que se ha suscitado desde diversas ramas de la ciencia acerca de las variaciones cíclicas del clima terrestre y el posible origen antropogénico del calentamiento global, que una parte de los estudiosos (no la mayor ni la más relevante) parece estar detectando, los directores teatrales o los actores de telefilmes de serie B, en última instancia artistas sin más, tienen poco o nada que decir. Sin embargo, la farándula es el ariete utilizado por la izquierda para extender esta ola de histerismo milenarista, lo que demuestra que el cariz de esta ofensiva anticapitalista es ideológico y no científico.
En el reciente festival de cine de la ciudad de Cannes, Leonardo Di Caprio, cuyos conocimientos en climatología y física de fluidos corren parejos a los de Al Gore, ha aprovechado para advertir al mundo (los progres hablan así) de la necesidad de tomar medidas para frenar la destrucción del planeta a causa del calentamiento progresivo que le está infligiendo el ser humano. Y las vacas, añado yo, dado el nivel monstruoso de metano que emiten a la atmósfera cada vez que plantan una boñiga o se tiran un cuesco. Junto a esta advertencia apocalíptica, tuvo también tiempo para criticar severamente al presidente de los Estados Unidos, que, a su juicio, no hace lo suficiente para que la primera potencia mundial lidere la lucha contra esta supuesta amenaza cataclísmica.
En este afamado festival coincidió con el cineasta Michael Moore, que, a su vez, presentaba su última crítica demoledora hacia las instituciones de su país, en este caso centrada en la a su juicio deficiente calidad de la sanidad pública. Los documentales de Moore, que tanto entusiasmo despiertan entre el progresismo europeo (no podía ser de otra forma), son diatribas monumentales contra el sistema americano y, especialmente, contra su presidente actual, George W. Bush.
El escaso rigor del cineasta y su desparpajo a la hora de manipular informaciones, sesgar datos y directamente mentir, como han puesto sobradamente de manifiesto sus críticos, han convertido sus trabajos en piezas pintorescas de nulo valor descriptivo, como hasta los sectores progresistas con cierto apego por la decencia informativa han acabado reconociendo. Sin embargo, el público al que va dirigido el mensaje aclama enardecido la mercancía averiada que le sirve el orondo documentalista, pues el fanatismo ideológico no necesita demasiada sofisticación intelectual para llenar las sentinas.
Por otra parte, su legión de seguidores no parece encontrar ninguna contradicción en que un multimillonario que invierte su fortuna en empresas tan dudosamente progresistas como Halliburton les anime continuamente a luchar con más energía contra el sistema que le ha hecho rico. Ni en el hecho de que un señor de ese tonelaje, capaz de colapsar por sí mismo el servicio de riesgos cardiovasculares de un hospital mediano, produzca un (llamémoslo así) documental en defensa de una sanidad pública cuyos servicios no tiene pensado utilizar jamás, por razones obvias.
En la presentación de éste su último trabajo, Moore llegó a poner como ejemplo de gestión de la sanidad pública el sistema de salud cubano, afirmación ante la cual sólo la existencia de un retraso mental severo podría servir de atenuante. Pero no es necesario ahondar en los argumentos de las obras de Michael Moore, por lo demás bastante rupestres. Es ficción más o menos elaborada, cuya única finalidad, además de hacer rico a su autor (a lo que tiene perfecto derecho, por otra parte), es labrar al susodicho un nombre en la aristocracia del progresismo planetario.
En este ambiente tan intelectualmente comprometido, Leonardo Di Caprio presentó sus credenciales para entrar en el selecto grupo de los defensores de la Humanidad. Su receta para librar al mundo de su inminente destrucción es, cómo no, frenar el desarrollo económico a través de la eliminación progresiva del combustible fósil como fuente de energía.
Alguien debería explicarle al famoso protagonista de Titanic que los materiales con que se fabrican los paneles solares de su mansión ecosaludable de Malibú y las tapicerías de las limusinas que le llevan a las galas de los Óscar, por poner dos ejemplos, son fabricados por empresas que necesitan cierta energía para producirlos, y que a día de hoy todavía no se ha conseguido hacer funcionar una gran siderurgia con energía eólica.
Aislados en su burbuja emocional y en sus residencias exclusivas de la Costa Oeste, los astros de Hollywood piensan, al parecer, que todas estas medidas coactivas para restringir la producción no les afectan, a pesar de que su consumo de energía y materiales elaborados es mucho mayor que el del común de los mortales, como acredita la factura de la luz de la mansión de Gore, ya que hablamos de artistas.
Por otra parte, si en los EEUU sólo es necesario que un 2% de la población se dedique a la agricultura para dar de comer a 300 millones de personas, es precisamente gracias a la industrialización masiva del sector, cuya maquinaria requiere el consumo de derivados del petróleo. Y eso por no mencionar el hecho de que los principales afectados por las restricciones patrocinadas por la farándula mundial serían precisamente los países del Tercer Mundo o en vías de desarrollo, cuya acumulación de capital, todavía incipiente, no les permite invertir recursos en el uso de "energías alternativas" para producir bienes, a menos que quieran retroceder varias décadas en su nivel de desarrollo respecto al mundo civilizado.