Con sus sindicatos adictos, su potente organización nacional y sus estructuras mafiosas, los peronistas desataban huelgas y movilizaciones constantes, copaban la calle y lanzaban sus verdaderas tropas de asalto (luego conocidas como piqueteros) al ataque. Fue lo que ocurrió con Raúl Alfonsín, el primer presidente después de la caída, en 1983, de la brutal dictadura militar instaurada en 1976. La asonada peronista contra este hombre respetable, que pilotaba la Argentina en un momento particularmente delicado de su historia, fue devastadora: trece huelgas generales, más de mil paros y un total de 83 millones de días de trabajo perdidos. La movilización de los empleados públicos fue decisiva en este contexto: sabotearon todos los intentos de Alfonsín por estabilizar la ruinosa economía argentina. Finalmente estallaron los motines urbanos y la hiperinflación. A Alfonsín no le quedó otra alternativa que finalizar su mandato antes de tiempo y pasar el testigo a un nuevo caudillo peronista, que dejaría una de las improntas más vergonzosas que conoce la historia argentina: Carlos Menem.
Que el peronismo se comporte así no es nada extraño, tampoco que esto ocurra en Argentina, donde el caudillismo y el pandillerismo político han sido, lamentablemente, la regla. Pero hoy vemos cómo la misma situación se reproduce en un país con tradiciones muy distintas: Chile. Después de veinte años de Gobiernos de centro-izquierda (ejercidos por la Concertación de Partidos por la Democracia), se lanza una ofensiva brutal contra el nuevo Gobierno de centro-derecha, encabezado por Sebastián Piñera. Extremistas profesionales o aficionados, así como el Partido Comunista, encabezan movilizaciones que han convertido las calles de Santiago y otras ciudades en verdaderos campos de batalla. Los sindicatos de izquierda, por su parte, no han tardado en plegarse a esta ofensiva, que ya no parece tener otro norte que la caída de Piñera.
El factor decisivo en esta triste marcha de Chile hacia el caos está, sin embargo, en la actitud de esa izquierda que parecía haberse civilizado y que, cuando ejercía el poder, guardaba maneras democráticas ejemplares. Ya hace más de un año, en agosto de 2010, el Departamento Nacional Sindical del Partido Socialista de Chile (el partido de los tan respetables Ricardo Lagos y Michelle Bachelet) diseñaba su estrategia de lucha en términos inequívocamente tomados de su pasado marxista-leninista, abogando por una
acción política que sabe combinar la negociación y el conflicto, que sabe combinar la acumulación de fuerzas con el salto al futuro, en donde nuestra tarea no deba apartarnos nunca de nuestra meta por el poder político y la construcción de una sociedad socialista.
Hoy, los partidos de la Concertación parecen tener claro que su pronta y duradera vuelta al poder pasa por el éxito de la revuelta callejera, con lo que manda el mensaje de que o gobiernan ellos o no gobierna nadie. En un documento de fecha 5 de octubre de 2011, la Concertación se pliega sin reparos al movimiento desestabilizador liderado por los extremistas:
No podemos permitir que el gran movimiento por la educación termine en un fracaso y una frustración. El Gobierno del presidente Piñera ha demostrado no tener ninguna voluntad de acoger la demanda de fondo que este conflicto ha evidenciado, y nuestra prioridad será darle sustento a través de una acción conjunta de la oposición.
Ahora bien, si algún español cree que esta situación de democracia cautiva y golpismo blando es algo que solo puede ocurrir en tierras lejanas, habría que decirle con las palabras de Horacio: mutato nomine di te fabula narratur (si cambias el nombre, de ti habla la historia). Una semana antes de las elecciones del pasado 22 de mayo se inició en España la lucha por torcer el rostro a la democracia y crear un clima de motín callejero contra la voluntad mayoritaria del pueblo español, expresada claramente en las urnas.
El cuestionamiento de la voluntad soberana de la mayoría para reemplazarla por la de pequeños grupos de manifestantes callejeros fue evidente desde el principio: se cuestionaba el orden constitucional y la democracia representativa en nombre de una supuesta democracia real, es decir, de las pintorescas asambleas de los llamados indignados. Todo podía parecer un happening divertido, un botellón sin alcohol, con el cual se podía fácilmente simpatizar. Pero todo cambió cuando en las filas socialistas se comenzó a ver una posibilidad interesante ante una derrota electoral inminente: la creación de un verdadero clima de caos y motín callejero que haga imposible un futuro Gobierno del Partido Popular. Solo ello puede explicar que el entonces ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, adoptase una actitud de laissez faire frente a la conculcación evidente de la ley y no actuase siquiera en cumplimiento de las decisiones claras de los órganos jurídicos pertinentes. Así, el 15-M ganó la partida, pero no por su fuerza, que en realidad era y es muy reducida, sino por voluntad del Gobierno socialista, que decidió no actuar.
Pero esto no era más que el comienzo. Los indignados no son más que una nota a pie de página en una estrategia donde la movilización sindical es, hoy por hoy, la pieza clave, a fin de mostrar, ya antes del 20-N, cómo será España cuando el presidente del Gobierno se llame Mariano Rajoy. Ante semejante insensatez, no cabe sino esperar que socialistas y sindicalistas recapaciten y se den cuenta a tiempo de que están embarcados en un despropósito que puede costarle a España no solo la ruina económica, sino terminar poniendo en peligro el orden constitucional democrático, que tanto costó construir.
MAURICIO ROJAS, escritor y profesor adjunto de la Universidad de Lund (Suecia).