Desde entonces, el objetivo de desmantelar y aplastar la red de terror islamista viene persiguiéndose con notable versatilidad: Estados Unidos libra este conflicto en los terrenos diplomático, económico y militar; ha emprendido agresivas operaciones de espionaje y contrainsurgencia; ha reconfigurado su sistema de seguridad aérea y sus leyes relativas a las libertades civiles. Se ha dado muerte a yihadistas mediante ataques con aviones no tripulados, se ha encerrado a combatientes enemigos en Guantánamo y se han frustrado ataques en el territorio nacional.
Con todo, a largo plazo lo más significativo podría ser la guerra de ideas que siguió al 11 de Septiembre.
Casi desde el primer momento, el presidente George W. Bush dijo que Estados Unidos estaba implicado en un enfrentamiento ideológico. Dos décadas antes, en tiempos de la Guerra Fría, Ronald Reagan había afirmado que la promoción de la democracia debía ser la principal prioridad de la política exterior norteamericana. Fomentando la libertad y la dignidad humanas, dijo Reagan en el Parlamento británico en 1982, América y sus aliados minarían la posición de la Unión Soviética y acabarían relegando el totalitarismo comunista al "basurero de la historia". De forma muy parecida, consideraba Bush, al islam radical se le podría debilitar mostrando la fortaleza moral de la democracia liberal y la igualdad.
Nueve días después del 11 de Septiembre, en un discurso ante el Congreso, Bush empezó a trazar las líneas maestras de la estrategia ideológica para derrotar a la amenaza yihadista.
Al Qaeda es al terror lo que la mafia al crimen organizado, pero su objetivo no es ganar dinero, sino remodelar el mundo e imponer sus creencias radicales por doquier.
El terrorismo no era fruto de la religión islámica, sino del fanatismo político de los islamistas:
Son los herederos de todas las ideologías criminales del siglo XX. Al sacrificar vidas humanas para satisfacer sus visiones radicales –abandonando así cualquier valor menos la voluntad de mandar– siguen el camino del fascismo, el nazismo, el totalitarismo.
La guerra contra el terror, pronosticó Bush con precisión, iba a ser larga y se libraría en múltiples frentes. Pero en última instancia la única forma de impedir que Al Qaeda y sus aliados impusieran una "era de terror" pasaba por que América fraguara una "era de libertad, aquí y en todo el mundo". Así como Bush hizo muchas cosas mal tras el 11-S, su análisis de que el origen del terrorismo islamista se encontraba en la falta de libertades en el Medio Oriente fue uno de sus grandes aciertos.
Hubo muchos que no acertaron. Muchos que insistían en que el terrorismo se alimentaba de la pobreza o la falta de formación. Otros analistas se apresuraron a explicar el 11-S como fruto de la "arrogancia" estadounidense o como reacción al conflicto palestino-israelí. En realidad, como demostró el economista de Princeton Alan Krueger en ¿Qué es lo que hace a un terrorista? (2007), para eso es mucho mejor analizar el estado de las libertades civiles y los derechos políticos en el territorio que nos preocupe.
La campaña de Bush para democratizar el Medio Oriente, lo que más tarde se conocería como Agenda de la Libertad, nació de la convicción de que la mejor forma de acabar con el odio yihadista consiste en drenar los pantanos de los que emerge: las dictaduras y teocracias del Medio Oriente islámico. "Los terroristas prosperan gracias al apoyo de los tiranos y al resentimiento de los oprimidos", dijo en 2003. "Cuando los tiranos caen y el resentimiento da paso a la esperanza, los hombres y las mujeres de toda cultura rechazan las ideologías del terror y se dedican a la búsqueda de la paz".
Durante décadas, los realistas en política exterior argumentaron que, en el mundo árabe, la estabilidad era más importante que la libertad, por lo que era mejor tolerar a los regímenes opresivos que un cambio democrático, dado los riesgos inherentes a este último. Esa fue la hoja de ruta que condujo al 11 de Septiembre.
Hoy, 10 años después, la región es más inestable de lo que lo ha sido en mucho tiempo. El dictador de Irak está muerto, el de Libia anda desaparecido y las exigencias de libertad y reforma democrática han conmovido los cimientos de numerosos regímenes, empezando por los de Túnez, Siria e Irán. Pero ¿quién no prefiere la agitación y la emoción violenta de ahora, en vez de la ilusoria estabilidad de 2001?
No, el terror islamista no ha sido erradicado. La democracia liberal dista mucho de ser una realidad en el mundo islámico. Pero estamos incursos en una lucha de ideas, y a medida que luchemos no sólo contra los terroristas, sino contra las venenosas ideas que los motivan, iremos ganando poco a poco la guerra que empezó el 11 de septiembre de 2001.