Hoy, en la nueva edición del permanente litigio en la Humanidad entre la civilización y la barbarie, el limes, la línea roja donde se pretende contener a la fuerza vandálica y vesánica, no se traza en las proximidades de Viena sino que se ha trasladado al interior de las sociedades de todo el planeta. En el marco de la guerra global contra el terrorismo y dentro del paradigma de las “nuevas guerras”, las contiendas se han hecho urbanas y civiles, y de ellas ya no escapa nadie. Esta circunstancia trágica convierte los lemas pacifistas y neutralistas en una broma estúpida y macabra, cuando no en una variante de disculpa que adopta de inmediato aspecto de facción en disputa. La guerra clásica y convencional enfrentaba a naciones entre sí. La contemporánea guerra antiterrorista conduce al enfrentamiento civil. El terrorismo provoca el pánico colectivo y el “sálvese quien pueda”. Las evasivas asociadas a la claudicación, el pago del rescate y el “síndrome de Estocolmo” son algunas de sus consecuencias.
Sucede que la presión, el impacto y la “fuerza” del terrorismo se adquieren por tres vías: 1) la muerte, la destrucción y la consternación que ocasionan las embestidas terroristas; 2) la intimidación y la presión social y psicológica que practican sus secciones “políticas y civiles” y sus simpatizantes, comunitarizando la coacción, socializando el sufrimiento y cotidianizándolos a través de lo que se conoce como la “guerrilla urbana”, el “terrorismo callejero” y, lo que he denominado en otro lugar, la “participación voluntaria en la dominación” (La Ilustración Liberal, nº 15); y 3) la Propaganda que sirve al terror de portavoz y altavoz, pretendiendo generar un clima de opinión que lo justifique (populariza sus causas) y un sentimiento de desazón y de desaliento general, producto de la creencia de que el terrorismo unido jamás será vencido y que cuanto más se haga por oponérsele o por vencerlo, será peor (propone el remedio: diálogo, negociación, rendición); todo esto, según esta divulgación, se ajusta además al modelo cívico de ciudadanía, no cuesta nada, todos ganan y con ello nada se pierde.
Este panorama genera desolación y zozobra, que es de lo que se trata, pues en el nuevo contexto mundial, cuentan más las derrotas civiles que las victorias militares o aun políticas. Por decirlo en términos orteguianos, en tiempos de incertidumbre un pensamiento negativo crece y se hace poderoso: “no sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que pasa”. He aquí lo peor que puede pasarnos, añadiré por mi parte. Para comprender mejor la clave de nuestras cuitas, resulta muy recomendable releer el breve ensayo que escribió en 1993 Hans Magnus Enzensberger, Perspectivas de guerra civil (Anagrama). Pocos textos como éste se revelan hoy más preclaros y de mayor actualidad (bueno, sin duda junto a La obsesión antiamericana de J.-F. Revel). Afirma allí, en efecto, el pensador alemán que el nuevo orden/desorden mundial viene hoy marcado por el denominador común de la guerra civil que tiene lugar en todas partes; o sea, la guerra civil mundial. ¿Qué significa esto?
Lo que caracteriza a la Gran Guerra Civil (resultado de las guerras civiles particulares y mundializadas) es el autismo de la violencia y la tendencia a la autodestrucción, la locura homicida colectiva. No hay escape, transacción ni interlocución con la vesania; ante ella sólo cabe la defensa, el contraataque y su derrota: “En todos los países del mundo se está trabajando en la reconstrucción del Limes romano, destinado a proteger del asalto de los bárbaros” (p. 51). ¿Quiénes censuran este movimiento? Los tres jinetes del Terror enunciados antes, que condenan los “escudos antimisiles” en EEUU, las “vallas de seguridad” en Israel, las medidas de seguridad adoptadas por los gobiernos y cualquier intervención antiterrorista, puesto que lo que les irrita es que las democracias se protejan.
¿Por qué hablar de autismo y de nihilismo? Vivimos en la era de la negación: la antiglobalización (evítese, por favor, el término más favorecedor de altermundialización, postulado por el ínclito José Vidal Beneyto), el antisistema, el anticapitalismo, el antiamericanismo, el antisemitismo… Si no hay alternativa no es porque no la haya, sino porque no se ofrece: “Los combatientes saben muy bien que sólo pueden perder, que no pueden alcanzar victoria alguna” (p. 30). Entonces, ¿por qué atacan? “Luchan”, según su fórmula, porque están furiosos y desesperados. La violencia, el odio y el resentimiento que los impulsa no revelan más que su profunda desmoralización, una vez agotadas las fuentes de suministro ideológico, y al no poder soportar su fracaso, aspiran a morir matando. El veneno de la desmoralización amenaza con infectar el conjunto de las sociedades.
¿Qué podemos hacer? Es preciso, y antes que nada, escribe Enzensberger, inmovilizar y pacificar “la guerra civil en nuestro propio país” (p. 80). Pues bien, si hay una guerra que parar en y desde España, es la tentación guerracivilista y totalitaria que, en forma de planes Ibarreche, declaraciones de Barcelona o proyectos de concentración nacionalista excluyente, excitan los nacionalismos buscando romper la unidad constitucional, y las izquierdas, para las que toda la acción política (o lo que sea) se resume en derribar al Gobierno. Contra España y el PP, todo vale. Contra EEUU e Israel y contra Aznar, même combat. Contra el capitalismo y el liberalismo también luchan el terrorismo y el integrismo: unidad, pues. He aquí nuestra porción de autismo y de nihilismo nacional. Quien no tiene en su propia casa a un Ben Laden o a un Sadam Husein que detener, tiene a unos redivivos Sabino Arana y Largo Caballero que frenar.