El doctor Simarro, aquel masonazo benemérito que con tanto tacto y tanta paciencia templaba los líricos nervios de Juan Ramón Jiménez, dio allá por 1909 en el Ateneo de Madrid “una admirable conferencia” —es el Ortega prehistórico, el Ortega socialista quien nos lo refiere— en la que “se insistía con radiante clarividencia en que la historia de España en el siglo XIX —hasta la Restauración— es una historia de represalias: gente de progreso y gente de tradición coincidían espontáneamente en llevarlas a cabo. De aquí el aspecto bárbaro y sudamericano de este siglo de nuestra vida, de aquí su espantosa esterilidad.”
En 1946, al anunciarse los veredictos o ejecutarse las sentencias de Nuremberg, un diario nacional salía con una portada memorable en la que se reproducían cuatro o seis cuadros históricos —La rendición de Breda y La rendición de Granada entre ellos— en los que se describe y exalta la generosidad con la que, en otros tiempos, los vencedores solían tratar a los vencidos. Ese diario estuvo mucho tiempo congratulándose a sí mismo por esa portada, pero yo siempre me pregunté, y me sigo preguntando, por qué esa misma portada no la sacó el 1 de abril de 1939.
En esa fecha hubo muchos españoles que dieron la lección de grandeza moral de saber perder, y quien mejor los simboliza y representa se llamó don Julián Besteiro. Este hombre bueno, este gran español, hizo posible con la ayuda del coronel Casado la liquidación de una guerra que Negrín y los comunistas querían empalmar con la inminente guerra mundial, y luego, en vez de refugiarse en el extranjero, se quedó en Madrid confiado en que la caballerosidad del vencedor le deparara el mismo trato que los Reyes Católicos dieron a Boabdil y Spínola a Nassau. Ya sabemos cuál fue su recompensa: morir en la cárcel de Carmona y, para más inri rodeado de curas vascos que lo traían frito, según me contaba Romero Murube, que fue a verlo en compañía de Pepín Bello.
Don Julián Besteiro es, a mi juicio, un representante ejemplar del lado bueno del socialismo, de lo que yo llamo el socialismo constructivo. Otro que también representó en España ese tipo de socialismo fue Indalecio Prieto, de ahí que su centenario suscitara tan escaso interés entre los detentadores a la sazón del poder político, más inclinados al socialismo punitivo, al socialismo del resentimiento y la represalia.
Yo festejé el centenario de Prieto yendo a escuchar, en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de Sevilla, al profesor Velarde Fuertes, quien, en una eruditísima conferencia, rindió pleno homenaje a la labor de don Indalecio al frente del Ministerio de Obras Públicas durante el primer bienio de la Segunda República. Ya había sido sumamente eficaz su paso con anterioridad por el Ministerio de Hacienda, en el que se aplicó con ahínco a reducir el déficit del erario, y ambas gestiones, la de Hacienda y la de Obras Públicas, lo sitúan, a juicio de Velarde, en un friso de honor de hombres de Gobierno en la España contemporánea que va desde Mendizábal y Madoz hasta Larraz y Suanzes. Prieto se propuso reducir el déficit y crear puestos de trabajo, y para eso concibió unos planes de ordenación urbana y viaria y de política hidráulica que muchos sectores de la situación achacaron a pura megalomanía. En los planes grandiosos de su Ministerio, Prieto echó mano de hombres con experiencia administrativa adquirida y administrada en tiempos de Primo de Rivera; chocó incesantemente con el Ministerio de Agricultura y su proyecto de reforma agraria, inspirada exclusivamente en un socialismo punitivo, y trazó las líneas maestras de todas o casi todas las grandes obras públicas que se llevarían a cabo en el régimen de Franco. El socialismo constructivo de Prieto fue, así como suena, el hilo conductor entre los dos regímenes que en todo el siglo XX se han tomado más en serio a España y a los españoles. Algo bueno tenía que tener también la República.
Pero además de ser hombre de Estado, Indalecio Prieto fue hombre de partido. Sobre esto mismo nada dijo el profesor Velarde, pero a mí, si se me permite, me gustaría decir un par de cosas. En el pliego de cargos de Prieto como jefe socialista hay dos yates: el Turquesa y el Vita. Creo que en ambos casos Prieto no hizo otra cosa que cumplir con su deber, que era el de no dejar en la estacada a muchos españoles que habían puesto toda su confianza y su esperanza en él. Ni él ni Besteiro estaban conformes con el levantamiento de Asturias —ni él ni Besteiro eran marxistas—, pero una vez producido hizo lo que no hicieron los irresponsables que lo desencadenaron, que fue proporcionar armas a los mineros socialistas para que por lo menos se defendieran: el alijo del Turquesa.
El episodio del Vita fue otra de las barbaridades de sus correligionarios con la que Prieto tuvo que apechugar. Fueron muchos los españoles que hubieron de refugiarse en Méjico; españoles que lo habían perdido todo, más incluso que las víctimas del expolio del Vita, porque perdieron hasta la patria, y Prieto asumió la responsabilidad de su supervivencia en Méjico, para la que los tesoros del Vita eran indispensables. Y aquella responsabilidad la asumió bien a sabiendas de que el que administrara bienes de aquella procedencia no iba ciertamente a cubrirse de gloria.
En su excelente libro Los Baroja, Julio Caro Baroja, haciéndose eco con toda probabilidad de una de las clásicas boutades de su tío don Pío, llama a Prieto “falso hombre hábil”. Los Baroja no vieron a Prieto más que en la penumbra de las marrullerías parlamentarias, pero Prieto además de parlamentario fue un eficaz hombre de Gobierno, como demostraba el profesor Velarde. Alguien comentaba, después de la conferencia, que el propio Generalísimo, en uno de los difíciles momentos políticos de la inmediata trasguerra, llegó a exclamar: “¡Qué bien me vendría tener a Prieto en estos momentos!”
No tiene el comentario nada de inverosímil si se tiene presente que ambos, Prieto y Franco, fueron asiduos de la tertulia de don Natalio Rivas, y que el general que, contra lo que suele decirse, era bastante parlanchín, escuchaba con un silencio religioso cada vez que Prieto tomaba la palabra. Nada de particular tiene que luego prosiguiera y desarrollara una de las líneas de acción política que Prieto había concebido e iniciado.
Prieto fue, pues, un hombre de partido con las gravosas servidumbres que ello comporta, un parlamentario más o menos hábil, un administrador de ideas claras. Prieto fue todo eso en un momento de su vida pública, pero lo que en todo momento fue, fue un español de cuyo patriotismo se hizo eco el propio José Antonio Primo de Rivera cuando en la primavera del 36, ya en la Cárcel Modelo, cotejaba lleno de emoción y de júbilo con sus propias palabras, las palabras encendidas que Prieto acababa de pronunciar en Cuenca: “A medida que la vida pasa por mí…me siento cada vez más profundamente español… No somos la antipatria; somos la Patria, con devoción enorme para las esencias de la Patria misma”. Estas palabras de Prieto, José Antonio las reconocía como si fuesen suyas; como si fuesen suyas podría haber reconocido Prieto otras palabras de José Antonio, pronunciadas un año antes, el 26 de marzo de 1935, en Oviedo: “Los mineros de Asturias, equivocados, pero valerosos, no hicieron la revolución por ellos, que ganan los mejores jornales de España, sino por los trabajadores hambrientos de Andalucía. Nosotros tampoco haremos nuestra revolución para nosotros, sino para España.”
A mí no me podía causar extrañeza el que fuera un antiguo falangista asturiano quien mejor hablara de Indalecio Prieto en el centenario de su nacimiento.