
En el devenir de la historia, los hombres han tenido dos necesidades que han sabido administrar: por un lado, el intercambio de bienes, gracias a un proceso de producción propia que daba lugar al trueque, transformado posteriormente en forma de cantidad dineraria y de mercado, y por otro lado la herencia. Parece claro que el primero de los principios le parece absolutamente normal y accesible a la sociedad occidental contemporánea. La gente trabaja, gana dinero, produce lo que sea y recibe su compensación en bienes dinerarios, que intercambia para su disfrute, permitiendo así que la máquina económica no deje de funcionar. Es más, la gente, mediante actividades dispares, gana también en formación y acumula un patrimonio cultural, intangible en la mayoría de los casos.
El trabajo, bajo el punto de vista ético, siempre ha estado enfocado al bien común, ya sea este entendido en clave socialista o liberal. Ambas interpretaciones necesitan del trabajo humano para explicarse, aunque por bien común entiendan cosas opuestas. A partir de la evolución del socialismo y del liberalismo hacia el relativismo, se entiende el bien común como un elemento ajeno al trabajo propio. Como mucho, ese bien común se entiende en clave empresarial: "Mientras mi empresa vaya bien, yo voy a ir bien".
El hombre actual trabaja básicamente para sí mismo. Es, si se me permite la expresión, una especie de autarquía antropológica. Se satisfacen no solo las necesidades y un ocio razonable, sino todos los gustos posibles, de manera que el productor y el fin del trabajo de ese productor se confunden en la misma persona.
Este fenómeno, ajeno totalmente a la concepción del trabajo de una sociedad rural como la europea hasta hace pocas generaciones, tampoco tiene que ver con la mentalidad protoindustrial, que incidía en el aumento de la producción y del consiguiente beneficio, asunto que el marxismo demoniza denominándolo capitalismo. La moral cristiana, tanto la católica como la protestante, reconoce que la acumulación de capital no es mala en sí misma, ya que está subordinada al bien común, pues en cierto modo el hombre gestiona los bienes que posee –habría que decir que posee de forma actual e inmediata–, pero que dejará de poseer tras la muerte, por lo que la natural propiedad cambiante de los bienes se da por supuesta. Dentro de esta concepción moral del trabajo, la labor del entrepeneur es fundamental, ya que arriesga su capital para ofrecer a la comunidad en la que se inserta un producto.

El problema del hombre moderno, con cada vez menos hijos o incluso carente de ellos, es que no percibe el sentido trascendente de su trabajo. El futuro heredero, si lo hay, no es uno de los fines de su trabajo, sino que compite con él: recibirá el equivalente de renta previamente calculado de forma que de ningún modo sustraiga la parte de la renta dirigida a satisfacer otros costes. El hecho de que la familia se planifique tiene como consecuencia que el producto de una actividad con una finalidad material, la renta, se ponga al mismo nivel que la dignidad de las personas; en otras palabras: el potencial padre y la potencial madre validan la existencia de la nueva persona en función del nivel de renta total que sustrae a la unidad familiar. Por eso el hijo, en vez de ser un valor por sí mismo, cotiza en función de ese nivel de renta. La mentalidad contemporánea, incapaz de subordinar lo material a la persona, prefiere incluso eliminarla antes que retroceder en sus niveles de capacidad adquisitiva y alterar lo que también en el marxismo se conoce como calidad de vida. En ese momento podemos afirmar que la persona pasa de ser sujeto a objeto, que es el mismo estatus que tradicionalmente han tenido las cosas y los esclavos.
Aparte del drama personal que supone la familia cerrada voluntariamente a la trascendencia de engendrar hijos, es cierto que el bien común se resiente. Que el trabajo y sus consecuencias (producción de un bien mercantil e incremento de renta) repercuten en el bien común es un hecho descubierto hace siglos que, como otras cosas evidentes, se está poniendo en cuestión. Solo se entrevé en situaciones de crisis, que ponen de manifiesto que las malas gestiones y las gestiones maliciosas, lógicamente cada vez más frecuentes, inciden claramente en el bien común. No obstante, durante las crisis se cuestiona el modelo financiero, la estructura económica, el modelo productivo y los controles estatales, pero no un modelo de homo oeconomicus que es incapaz de ver que un trabajo que comienza y termina en él trae como consecuencia una mayor dosis de infelicidad y menos prosperidad colectiva a largo plazo.