Las leyes están determinadas por las ideas, usos y costumbres imperantes en cada sociedad. Por lo que queda claro que la cultura dominante en cada región es la responsable directa de la opulencia o decadencia relativas.
Dentro de las pautas culturales, el tema de mayor relevancia es el concepto que tengamos de la Justicia. Una rica tradición de Occidente, sobre la que se asientan las normas de la mayoría de los países latinoamericanos, proclama que justo es darle, a cada cual, lo que le corresponde. Sobre esa base está cimentado el edificio doctrinario de nuestros respectivos códigos.
A partir de principios del siglo XX, las ideologías de tinte estatistas, intervencionistas y socialistas han venido erosionando —lenta pero persistentemente— tanto nuestra escala de valores como nuestro marco legal. Al punto que un pensador norteamericano contemporáneo llegó a poner en duda que Latinoamérica, efectivamente pertenezca a la cultura occidental.
El argumento con que se va cambiando ese espíritu clásico de la Justicia consiste en afirmar que es demasiado duro. Por eso nuestros gobernantes, legisladores incluidos, van "humanizando" al marco jurídico vigente. El resultado de ello es el panorama socioeconómico y político que apreciamos en nuestro continente.
En Uruguay, durante el 2002, se desató una corrida bancaria descomunal. Los ahorristas retiraron de los bancos aproximadamente el 40 por ciento de los depósitos. Como consecuencia, tres grandes bancos privados quebraron a fin de ese año. Los públicos también, pero por "ley" no pueden fundirse. Así que siguen funcionando gracias al "apoyo" forzoso de los contribuyentes.
En nuestro país, el sindicato de los trabajadores bancarios tiene un enorme poder. Al punto que muchos opinan, que su máximo dirigente tiene más fuerza que el propio presidente de la República.
Durante la crisis, los uruguayos pudimos apreciar cómo se modificaba el orden legal vigente para, supuestamente, "salvar" a los ahorristas de la catástrofe. Fue así que en vez de aplicar la ley de quiebras se legisló para crear una situación inédita: con los despojos de los bancos quebrados se "construyó" uno nuevo, apodado "Frankestein Bank". Así se "conservaron" muchos puestos de trabajo de los bancarios.
Además, para efectuar la liquidación de esos bancos el gobierno creó fondos liquidadores. Estos se encargan de cobrar créditos y enajenar activos que les pertenecían. El dinero obtenido se prorratea entre los depositantes afectados. Para realizar esa tarea contrataron empleados de las instituciones cerradas.
La decisión de encargar a empleados de los bancos clausurados los trabajos de su liquidación fue de índole política, en un asunto eminentemente financiero. "En vez de asumir su compromiso, compró paz," resumió un diputado.
El costo mensual promedio es de unos 2.180 dólares por funcionario. El costo salarial de tal opción política equivale a 616.855 dólares al mes, para los 295 contratados.
Una vez terminada la tarea, esos empleados quedarán cesados, por lo que no es de extrañar que en 17 meses el proceso de la liquidación haya sido prácticamente nulo. Encima, el "Frankenstein Bank" no pudo cerrar su balance del año 2003 porque el fondo de liquidaciones no le permitió acceder a los valores correspondientes.
Cuando el Ejecutivo quiso "encauzar" la situación, la Cámara de Diputados intervino, pidiéndole que "suspenda los procesos de venta, remate o tercerización de los fondos de recuperación".
En los últimos tres meses, 1.850.000 dólares de los ahorristas fueron transferidos a los bolsillos de los empleados bancarios; el dinero le pertenece a los mismos ahorristas que, según se declara públicamente, se quiere "proteger" al promulgar leyes especiales.
La razón por la cual Latinoamérica es pobre radica en que nuestra dirigencia política sistemáticamente se niega a aplicar la ética de la responsabilidad.
Hana Fischer es analista uruguaya.
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