Si hay una pauta que se ha mantenido en la historia contemporánea española ha sido la casi total ausencia de una política exterior digna de dicho nombre. Incluso desde mucho antes, España dejó de tener una verdadera doctrina propia, o al menos unas directrices que con cierta congruencia y continuidad inspirasen nuestras líneas de actuación exterior.
No digamos nada de cualquier pretensión de liderazgo o influencia colectiva respecto de algún área de influencia que no fueran los peñascos del Rif. Todavía sorprende la facilidad e, incluso el desinterés, con el que rápidamente dejamos escapar un imperio colonial que tan difícilmente habíamos construido. Solo la perdida de las dos últimas en el 98 creó una reacción de amargura al darnos cuenta de nuestro encogimiento territorial ya irreversible. De alguna manera, la política exterior es un lujo solo accesible a los ricos, incompatible con los momentos de nuestra más triste decadencia histórica.
El congreso de Viena fue un ejemplo sangrante. España llegó como nación victoriosa, la primera que había conseguido vencer a la Grande Armée en Bailén, saliendo desplumada de aquella prolongada fiesta. El tratado de Algeciras no nos fue mucho mejor, y eso que jugábamos en casa. En el mejor de los casos, tratábamos ir adaptándonos a las circunstancias medio ambientales, procurando dejarnos llevar por lo vientos más benignos y predominantes. En esto último, el gallego no tuvo rival.
De ahí la originalidad de la estrategia ejecutada por Aznar. Lo nunca visto. Haciendo abstracción del debate sobre la necesidad de la intervención en Oriente próximo (aunque uno tienda a conceder el beneficio de la duda a los americanos), nuestra diplomacia ha inaugurado una vocación y, sobre todo, unas maneras que no tienen precedente. En otros tiempos, la primera declaración del eje franco-alemán se hubiera visto seguida de una rápida y acomodaticia adhesión al mismo. Nada más acorde con nuestra tradición.
Frente a ello, impulsamos la coordinación de una respuesta que fue seguida por una mayoría inesperada, que incluso hizo perder los nervios al presidente francés ante el entusiasta “enganche” de los candidatos a la UE. Lo nunca visto, con la ayuda de la feliz coincidencia de nuestro turno en el Consejo de Seguridad. Nuestra diplomacia ha deducido que España no tiene buenas alianzas estratégicas en Europa que sean fiables y duraderas. En este plano puramente geopolítico, la conversión en socio americano del flanco sur europeo pudiera ser una opción audaz y con mucho futuro. El último pulso territorial con Marruecos sirvió para detectar con quienes podíamos contar frente a nuestra principal amenaza militar y, también, con quienes no. Esta lógica no es incompatible con la compaginación de la apuesta europea que hoy por hoy carece de instrumentos y proyectos creíbles de política exterior y de seguridad. Estas lagunas son las que evidencian que el respaldo a Bush y nuestro compromiso europeo no son planos antagónicos, en tanto que afectan a esferas de intereses muy diferenciadas.
No nos flagelemos, tampoco fueron mucho más europeístas las maneras franco-alemanas de anunciar sin previo aviso ni consenso su posición ante la nueva crisis del Golfo. En el caso francés, a uno le tentaría creer que lo de menos es su valoración de la amenaza iraquí, estando mucho más interesados en exteriorizar un primer ejemplo contundente como poder alternativo a los EEUU y paralelo a la UE. Ninguneo a Bruselas que no dejó de ser una constatación de la inoperatividad de esta última en materia militar. Se acuerdan de la UEO, sí, aquella bajo cuya bandera quiso el PSOE hacernos creer que acudíamos a la primera guerra del Golfo.
Ya nadie recuerda el origen de la inflexión de las políticas pro-americanas en Europa. En 1956, una vez recuperado militarmente el control del canal de Suez de las manos de Nasser, los franco-británicos se encontraron con que el aliado al cual habían servido con fidelidad desde 1945, les dejaba en la estacada en la ONU. Frente a esta incuestionable traición, la reacción psicológica de las antiguas potencias coloniales fue opuesta. Los británicos se resignaron y entendieron que lo mejor era sacar partido de sus afinidades históricas con EEUU y convertirse en su longa manu europea. La propia Dama de Hierro, todavía defendía su papel como única garantía de equilibrio continental una vez que se resignó a la unificación de las dos Alemanias.
Por el contrario, Francia comenzó un proceso de progresiva independencia de criterio, acelerada espectacularmente por la llegada de De Gaulle, del que Chirac se considera depositario ideológico. Sin embargo, aquella rebeldía tuvo mucho que ver con las formas y muy poco con el fondo. Lo de ahora parece que tiene más calado. Tampoco debería sorprendernos en tanto que nos enfrentamos a la primera crisis seria una vez clausurada la guerra fría, y por ende la necesidad de presentar un bloque cerrado, de cuya cohesión podía depender la supervivencia del mundo libre.
Por otro lado, la deslegitimación conceptual de la idea de guerra preventiva tan gratuitamente martilleada por el PSOE no merece mayor comentario por falta de algún sustento. ¿O acaso las naciones libres no se equivocaron irremediablemente al no atacar preventivamente a la Alemania de Hitler cuando en 1937 se tragó a Checoslovaquia, y todavía podían con ella? Salvando las distancias, en los años 30, los gobernantes occidentales se dejaron influir por la ética de las buenas intenciones, dejando de lado la ética de la responsabilidad tan brillantemente reactualizadas por Sartori.
Nuestra opinión pública, como las de todos los países que apoyan las tesis americanas parece que ha dejado solo al Gobierno. Dicho esto, tampoco conviene dar representatividad significativa al “pueblo de la izquierda” que ha llenado nuestras calles de banderas rojas y republicanas. Llevaban doce años aguantando la respiración bajo el agua, y cuando se han encontrado una burbuja de aire han llenado los pulmones para otra temporada.
Pero Aznar es un corredor de fondo, aficionado a ese deporte tan aburrido como es el ski nórdico. Uno se atreve a pensar que es muy consciente del oportunismo que condiciona cualquier juicio de una intervención militar. En realidad se trata de una apuesta de futuro que dependerá del éxito y rapidez de la operación. Una victoria rápida y casi incruenta, o mucho mejor, un desmoronamiento previo causado por la amenaza guerrera, legitimaría a los que en un ejercicio de solitaria responsabilidad han priorizado la razón de Estado al electoralismo. Por la misma regla de tres, una campaña larga y que penalizase a la población civil sería desastrosa y deslegitimaría a sus defensores actuales. Pero esto no es nada nuevo y no descubriremos la pólvora recodando que la razón es siempre de los vencedores. Y eso solo se puede valorar a toro pasado.
Así las cosas, el ridículo nivel de gasto en defensa que tradicionalmente asumimos será incompatible con el estrenado protagonismo en la escena internacional, si es que realmente queremos que se confirme como algo más que una anécdota puntual. Estamos asistiendo a un primera reubicación de las fichas del ajedrez, que se produce libre de los insuperables condicionamientos que provocaba la amenaza soviética. A los que crecimos en aquel contexto anterior nos costará verdaderos esfuerzos reajustar nuestros esquemas mentales y asimilar los nuevos equilibrios en juego.
A fin de cuentas, en esta bisagra de la historia que vivimos en directo España está pisando fuerte, y eso es bueno.
LA ESCENA INTERNACIONAL
La ética de la responsabilidad
Tampoco conviene dar representatividad significativa al “pueblo de la izquierda” que ha llenado nuestras calles de banderas rojas y republicanas. Llevaban doce años aguantando la respiración bajo el agua, y cuando se han encontrado una burbuja de aire han llenado los pulmones para otra temporada.
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