Según Arendt, esa crisis, dada la cantidad de prejuicios tanto políticos como pedagógicos que hacían imposible la recuperación de la sensatez, estaba abocada a convertirse en un auténtico desastre nacional.
Una crisis se convierte en un desastre sólo cuando respondemos a ella con juicios preestablecidos, es decir, con prejuicios. Tal actitud agudiza la crisis y, además, nos impide experimentar la realidad y nos quita la ocasión de reflexionar que esa realidad brinda.
Una buena parte de esos prejuicios eran de carácter político y tenían que ver con el concepto que los norteamericanos tenían de la igualdad. Según Arendt, cuando hablaban de buscar la igualdad no se referían sólo a una igualdad ante la ley, ni a la simple igualdad de oportunidades; querían llegar mucho más lejos, pretendían alcanzar una igualdad intelectual.
Llevados de este deseo igualitario, los responsables políticos habían extendido la obligatoriedad de la educación hasta los 16 años, ofreciendo a toda la población las enseñanzas que hasta entonces habían estado reservadas a sólo una parte de ella. En la práctica, había resultado que la enseñanza media era una mera prolongación de la educación primaria y no proporcionaba la formación necesaria para iniciar estudios superiores. Este sistema chocaba con el que, por aquel entonces, había en Europa. En Inglaterra, los niños de 11 años debían pasar un examen, y sólo los que lo aprobaban podían ir a una de las prestigiosas y exigentes escuelas estatales de secundaria, las grammar schools. Un sistema así, decía Arendt, era impensable en Estados Unidos.
Lo que hace tan aguda la crisis educativa americana es, pues, el carácter político del país, que lucha por igualar o borrar, en la medida de lo posible, las diferencias entre jóvenes y viejos, entre personas con talento y sin talento, entre niños y adultos y, en particular, entre alumnos y profesores. Es evidente que ese proceso puede cumplirse de verdad sólo a costa de la autoridad del profesor y a expensas de los estudiantes más dotados.
En cuanto a los prejuicios pedagógicos, Arendt señalaba tres supuestos sobre los que se sustentaban. El primero, que el mundo de los niños había de ser autónomo, autogobernarse y mantenerse al margen de los adultos. El segundo, que la pedagogía era una ciencia y lo importante no era saberse bien lo que se había de enseñar, sino saber cómo enseñar. Y, el tercero, que el niño sólo podía aprender lo que deseaba aprender, por lo que forzarle no tenía el menor sentido.
Esa idea de que el mundo de los niños tenía autonomía propia y había de ser gobernado por los propios niños había conducido a la sustitución de la autoridad del adulto por la del grupo; el haber hecho de la pedagogía una ciencia había descuidado la formación académica de los profesores; el empeño por hacer atractivas las clases había llevado a convertir las aulas en ludotecas; finalmente, la idea de que el niño sólo podía comprender y aprender aquello que él mismo hacía había conducido a la sustitución de las lecciones, en las que el profesor se proponía transmitir sus conocimientos, por talleres, en los que el alumno se dejaba llevar de su propia creatividad.
Para Arendt, no había duda de que esos dogmas pedagógicos conducirían a la pérdida del interés por transmitir una cultura y, a la postre, por la cultura misma. Despojados los profesores de su misión, estaban abocados a perder su autoridad, esa auctoritas que les confería la posesión de un saber y de unos conocimientos que la sociedad les había encomendado transmitir.
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Este artículo de Hannah Arendt fue publicado en 1954. Dos años antes los norteamericanos habían enterrado al que había sido el gurú de la educación progresista en Estados Unidos, John Dewey. Su nombre no aparece citado, pero resulta imposible no darse cuenta de que el artículo era una crítica al pensamiento pedagógico dominante entre la inmensa mayoría de psicólogos, pedagogos y maestros, que se habían formado con los escritos y teorías de Dewey.
Arendt daba cuenta en su artículo de la existencia de un proyecto de reforma total del sistema educativo norteamericano orientado a recuperar valores tradicionales:
La enseñanza volverá a impartirse con autoridad; el juego debe hacerse fuera de las horas de clase y, una vez más, hay que volver al trabajo serio; el acento debe pasar de las habilidades extracurriculares al conocimiento determinado en el plan de estudios; por último, incluso se habla de transformar los actuales planes de estudio de los profesores, para que ellos mismos tengan que aprender algo antes de transmitirlo a los niños.
Probablemente Arendt se refería al programa de educación del presidente Eisenhower, que había comenzado su mandato en enero de 1953.
No solamente no llegó a hacerse esa reforma, sino que el modelo norteamericano de enseñanza secundaria y esa pedagogía progresista que criticaba Hannah Arendt cruzó el Atlántico. Primero fue a Inglaterra, donde, en 1965, el laborista Anthony Crosland, como ministro de Educación, dio el golpe de gracia a las grammar schools, cuestionadas por los laboristas desde los años cincuenta por su elitismo. Más tarde, ya en la década de los setenta, y probablemente como consecuencia de las revueltas de Mayo del 68, se extendió a casi todos los países de Europa Occidental. Sólo Alemania y algún país de su esfera cultural, como Luxemburgo o la Bélgica flamenca, mantuvieron diversos modelos de enseñanza secundaria según el aprovechamiento escolar de los alumnos.
Casi sesenta años después, el diagnóstico de Hannah Arendt se mantiene vivo y los buenos propósitos de Eisenhower, también. Lo de recuperar el valor del esfuerzo y del mérito académico y restablecer la disciplina en las aulas y la autoridad de los profesores se ha convertido en un manojo de frases hechas, que pronuncian ya políticos, incluso de izquierdas. Pero a la hora de tomar medidas se topan, una y otra vez, con aquellos prejuicios que Arendt profetizó harían imposible la recuperación de la sensatez y convertirían la crisis en un terrible desastre.