Un año más la Gala de los Premios Goya ha puesto de manifiesto las miserias morales y las carencias profesionales de un sector de la industria española más necesitado de una estructural reconversión que de un lavado de imagen o una simple penitencia. No sé lo que es peor para la sociedad española, si tener que soportar, y sufragar, una Academia de Cine y una producción propia que atentan contra la inteligencia, la sensibilidad estética y los valores cinematográficos de los que amamos el Séptimo Arte o tener que sufrir año tras año su puesta de largo y su narcisismo de opereta en ese remedo de “Galas del sábado” que se perpetra cada fin de enero.
El cine español actual es malo de solemnidad, pero cuando se ponen solemnes sus productores, directores y actores, y pretenden cubrir de glamour, lentejuelas y autocomplacencia su propia penuria artística, el resultado es sencillamente patético. Intentan imitar el cine americano y como no lo consiguen, se enfadan con el modelo y, a su manera, se esfuerzan por invertir los valores: «el cine de Hollywood es basura y “nosotros” somos maravillosos; el imperialismo yanqui, intratable, culpable de la mala calidad de la cinematografía mundial (culpable de todo, para abreviar), y “nosotros”, gente estupenda y guapa, sus víctimas, y por ello nos merecemos un trato especial (una subvención, en efectivo, para abrevar)». Con este guión, muestran gran intrepidez los cómicos y faranduleros, quienes plantando cara a la industria americana, se ponen tras la estela de la “excepción cultural” de raigambre francesa, hasta el punto de denominar “gala” a su feria anual de vanidades, que tan gravosa sale al bolsillo y a la dignidad de los españoles.
El espectáculo montado el año pasado ya fue el colmo de la provocación y la desvergüenza, y pasma comprobar cómo se le sigue dando a esta tropa cobertura informativa y transmisión en directo por la televisión pública, con asistencia de autoridades, incluida. Después del bochornoso y ofensivo abuso urdido entonces con la exaltación del “No a la guerra”, lo menos que se le podía haber exigido a la Academia de Cine es un acto de contrición, una cura de sueño y una dieta a pan y agua (sin caviar ni champaña) durante una buena temporada. Cierto que muchos ciudadanos les hemos castigado con no ver cine español, pero ¿por qué tenemos que aceptar que el cine español esté en sus manos? ¿Por qué sancionar a todo el sector cuando lo justo sería liberarlo de la camarilla o politburó que ahora lo posee para que pueda recuperarse y permitir a los profesionales honestos que trabajen sin coacción? Verdad es también que muchos nos negamos a poner cara de bobo y asistir como público paleto a su paseíllo por la alfombra roja o ver sus fantochadas sobre el escenario, pero, ¿por qué debemos, como contribuyentes, pagar sus vicios y, como ciudadanos, soportar su propaganda sectaria y villana? ¿Y por qué mórbido motivo ha de soportar la memoria de Goya el afrentoso trance de dar su nombre a estos galardones ignominiosos?
Es así que no acabo de comprender el sentido del acto de protesta organizado por la Asociación de Víctimas del Terrorismo a las puertas del Palacio de Congresos de Madrid para reclamarle a esa Secta lo que, como mancomunidad corporativa, no es de su rigurosa competencia ni tiene, por lo demás, ningún valor, a saber: la condena de ETA. Resulta, en primer lugar, estéticamente obsceno ver, o tener noticia de, cómo personas honradas, golpeadas por el terrorismo y humilladas por sus cómplices, hacen el pasillo a los ricos y famosos, al autosatisfecho, asegurado y autoproclamado “mundo de la cultura”, alargando sus manos bajo la lluvia, ofreciéndoles pegatinas de “ETA NO” y que tengan la bondad de atenderles, cuando lo suyo es firmar autógrafos, y si hacen su papelón es sencillamente porque ellos no quieren ponerse en el lugar de los amenazados y asesinados: la muerte tenía un precio. Pero, es que, por lo demás, se me antoja éticamente indigno que el virtuoso se pliegue ante el canalla y políticamente inane, cuando no adverso, que se considere necesario para la lucha antiterrorista y la causa de la libertad que la Secta del Cine se una a los afectados y a las personas de buena voluntad.
Se equivoca completamente Julio Medem al afirmar que “ser víctima de ETA no da razón política”, pero sabe muy bien lo que dice este niño bonito de la equidistancia y el victimismo. Sucede que la condición de víctima de ETA, del nazismo o de Al Qaida, es lo que proporciona la principal razón política a los asesinados y amenazados, sea en Ondaoain, en Auschwitz o en Manhattan, es decir, a quienes sufren la presión de la barbarie y el terror. Como escribía Gustavo Bueno en un memorable artículo de la revista electrónica El Catoblepas, a propósito de esa banda autodenominada Cultura contra la Guerra, ocurre, por el contrario, que “el ser artista no confiere a quien se presenta como tal ningún título especial para apoyar, en cuanto ciudadano, sus juicios sobre la paz y la guerra, sobre todo si tenemos en cuenta que un gran número de escultores o pintores, que han sobresalido en sus oficios respectivos, no alcanzaron cocientes intelectuales superiores al 0,40”. No se han equivocado, sin embargo, los profesionales que no asistieron a la función goyesca, quienes sí han demostrado estar donde hay que estar, y por ello no estaban allí.
El día siguiente de la infamia, domingo, El País regalaba (no vendía, sino regalaba) con la compra de su boletín la película de Julio Medem Lucía y el sexo (nada menos que Lucía y el sexo) en DVD. Puede que fuese una mera casualidad, o tal vez un sincero homenaje al cineasta en desagravio por la afrenta recibida, todo un regalo que miles de españoles se llevaron a casa tan satisfechos.