Estas proféticas palabras le han dado el título al nuevo libro de la escritora francesa Annie Cohen Solal, “Un jour, ils auront des peintres”, que he leído con entusiasmo, a partir de este subtítulo que aclara el camino seguido por la autora: “El advenimiento de los pintores americanos. París 1867/Nueva York 1948”.
Annie Cohen Solal (nacida en Argel en 1948, doctora en Letras, profesora de la Universidad de Berlín, Jerusalén y de París), es la autora de una vasta biografía de Sartre, publicada en 1985, y hasta ahora sin otra que la supere, considerando incluso la de Bernard-Henry Levi llamada “El siglo de Sartre”, a la que ha desmenuzado agudamente Carlos Semprún Maura.
En la “Exposición Universal del Arte y la Industria”, de 1867, en París, participaron nada menos que por la gloria, los países del mundo. Entre los últimos de la lista oficial, figuraba Estados Unidos; estaba situado entre el principado de Liou Kiou y el Brasil. Bajo los cristales del Palacio de Industrias, en los calurosos días de aquel distante mes de julio, el príncipe Napoleón, primo de Napoleón III y presidente del comité organizador, distribuía las recompensas. Y Francia recibía, con semejante pompa, al mundo entero, durante el II imperio y buscando captar la atención universal.
Los pintores franceses, presentes en la exposición universal, conformaban un abanico esplendoroso, que iba desde el mágico Cabanel a la rica imaginación de Gerome, pasando por Rousseau, el paisajista sin igual. Frente a ellos, y este es el caso que nos ocupa, estaban los pintores americanos: enormes telas, paisajes agrestes, folclore. Mostraron, por ejemplo, telas como “Niágara”, de Frederick Church, cuadro de grandes dimensiones que representaba el impresionante espectáculo de la célebre catarata. Y frente a obras así, los críticos franceses reaccionaron con hostilidad y cierto desprecio hablando de “infantil arrogancia” y de “ignorancia pueril” de los artistas americanos.
Este es el punto de partida del ensayo de Annie Cohen Solal. Y es a partir de ese momento, que ella analiza el coherente y rápido desarrollo de los pintores americanos a lo largo del tiempo. Aquella fecha marcó un hito. Y desde allí, todo cambió. Y así afloraron tres puntos esenciales para el salto cualitativo: el aprendizaje del arte, el rol de los coleccionistas y de las instituciones, y la afirmación de una identidad. Estos tres aspectos permiten comprender el desarrollo de la pintura americana.
A mediados del siglo XIX, los jóvenes pintores americanos desembarcaron en el Viejo Continente con ansias de aprehenderlo todo. Unos fueron a Londres, otros a Italia. París y sus ateliers, París y sus inmediaciones, llamaron a los demás, como el imán a las limaduras. Allí estaban Barbizon, Rousseau, Jean François Millet. Hasta ellos llegaron, entre los primeros americanos, Thomas Worthington Wottredge, los hermanos Lowell, Julian Alder Weir y William Morris Hunt. No todos cultivaron la vena folclórica. Y así, en 1855, James Whistler, desembarcó en París con apenas 21 años, y rápidamente fue aceptado. Frecuentó los talleres Courbet y Degas, y recibió influencias, incluso, de Mallarmé. Con semejante bagaje, pintó; y expuso en el Salón de los Rechazados, su famosa tela “La joven de blanco”, de 1864.
En tanto, en los Estados Unidos proseguía la revolución artística. Los hombres que poseían grandes fortunas, los nuevos ricos, comenzaron a comprar obras de arte sin mirar los precios. Y con ellos, y esta es otra de las claves, fundaban museos, desarrollándolos como empresas privadas, pero sin carácter lucrativo. El doctor Barnes, de Filadelfia, es en este sentido y entre otros, un nombre emblemático.
En 1929 abrió sus puertas el Museo de Arte Moderno de Nueva York, primero en el género en el mundo; lo hizo gracias a la voluntad de tres mujeres: Abby Greene Aldrich, Lizzie Bliss y Mary Quinn Sullivan. La primera exposición estuvo consagrada nada menos que a Cézanne, Gaugin, Seurat, Van Gogh.
De allí en adelante, el desarrollo de los artistas estadounidenses fue imparable; los plásticos fueron edificando el vasto edificio artístico que, en los años 40, con irrupción en escena de Jackson Pollock, consolidó de manera definitiva la noción de “conciencia americana”. Desde allí a la aparición de, por ejemplo, Andy Warhol, no era preciso más que un pequeño salto.
La epopeya de los pintores americanos tiene, naturalmente, varios centros de atracción, además de París y Nueva York, y ellos son, entre otros, Chicago y Nuevo México. Y abunda en anécdotas relacionadas con las azarosas vidas de incontables pintores, marchants, aprendices… en fin, hombres y mujeres de corazón generoso y alguna canalla también. Con todos ellos, se ha edificado la inmensa catedral del arte estadounidense.
Annie Cohen Solal, Un jour, ils auront des peintres, Gallimard, 2001.
FIGURAS DE PAPEL
La epopeya del arte americano
“Comprenderá, cuando vea América, que un día ellos tendrán pintores, porque no es posible, en un país que ofrece espectáculos visuales tan deslumbrantes, que ellos no tengan pintores un día”. Tales manifestaciones, palabras más o menos, pertenecen a Matisse. Las expresó a su regreso de los Estados Unidos, en 1933.
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