Y tal cosa no contiene una sola proposición positiva sobre nada. Simplemente alberga un impulso de rechazo, de negación, de resentimiento. Por ejemplo, cuando Pasqual Maragall muestra su velada simpatía hacia Ben Laden inmediatamente después de los tres mil asesinatos de Nueva York, declarando que tras el atentado había “un elemento muy importante de rencor con base real” [ABC Cataluña, 15-9-2001], está indicando que él sigue siendo fiel a la cultura de la izquierda. Como también lo es Rodríguez Zapatero cuando acusa del hundimiento de un barco en medio de una tormenta a “ese modelo económico de neoliberalismo que nos ha estado vendiendo la derecha”. Porque, hoy, tener una actitud de izquierdas significa expresar, ante cualquier acontecimiento que ocurra en la realidad, un sentimiento que deslegitime el proyecto moral que vincula a las sociedades libres con la economía de mercado. Lo que en algún momento había sido una visión del mundo ha devenido en una emoción que sólo quiere ser negativa.
Y es que si algo da carta de naturaleza a la nuestra izquierda, ese algo es la fidelidad a los estereotipos sobre el mundo que compartían los precursores del socialismo español, allá a finales del siglo XIX. El PSOE se fundó en la misma época en la que el más reaccionario de los reaccionarios españoles, el carlista catalán Fèlix Sardá i Salvany, lograba convertir en un best seller su famosa obra El liberalismo es pecado. El librito de Sardá se tradujo inmediatamente al catalán, al gallego y al vascuence, y se convirtió en uno de los primeros alimentos intelectuales que permitirían la transición de cierta España carpetovetónica hacia los micro nacionalismos identitarios de la actualidad. Pero, si no se olvida que el PSOE se creó al tiempo para luchar contra ese mismo pecado, de Llamazares, de Castro, de Beiras, de José Bové, de Chávez, del subcomandante Marcos, de Manu Chao y del PNV de ayer, de hoy y de siempre, se puede pensar cualquier cosa menos que sean extraños compañeros de cama en la alcoba de Zapatero. Porque para todos ellos el liberalismo sigue siendo pecado; y el neoliberalismo, más.
Sentía Sardá que el liberalismo era pecado porque no parte de considerar a los individuos como a menores de edad, incapaces de decidir por sí mismos qué es lo que les conviene. Y para Rodríguez Zapatero, en su viaje ideológico hacia ninguna parte, lo es por la misma razón. Así, desde el inicio de la campaña electoral ya ha convertido en una constante de sus intervenciones públicas el acusar a sus oponentes de defender un “liberalismo fundamentalista y antisocial”. Y como lo contrario de eso debe ser el antiliberalismo fundamentalista y social, su candidato para presidir la Comunidad de Madrid, un tal Simancas, se ha apresurado a exponerlo en su programa de gobierno. Asegura Simancas que, caso de ganar las elecciones, garantizará el derecho de todos y todas a no poder acudir a una empresa de trabajo temporal en busca de empleo. Simancas ha prometido “suprimirlas”, para que no sean explotados y explotadas los parados y las paradas de Madrid. Todos y los mismos todos deberán contentarse, de grado o a la fuerza, con los servicios regionales de empleo. Simancas y su jefe, Zapatero, que empezó queriendo ser el Tony Blair español y ha acabado en el Sardá y Salvany del Bierzo, quieren demostrar así que siguen teniendo fe en esa convención atávica de que lo “social” es el ámbito en el que más se justifica la conjunción del reglamentismo estatal con el protagonismo sindical; es decir, cualquier cosa menos una filosofía liberal. Y da igual que se les demuestre una y otra vez la evidencia de que el pecaminoso afán de lucro de los individuos libres ha hecho más por la humanidad que todos los gobiernos, todas las ONG, todos los burócratas y todos los simancas del mundo juntos. Como da igual que se les explique una y otra vez que ha sido la competencia, y no el Estado, quien ha hecho posible que los salarios reales de los trabajadores sean más altos que nunca y las condiciones de trabajo mejores, a pesar de que la afiliación sindical se ha prácticamente volatilizado a lo largo de los últimos veinte años.
Da igual porque la fidelidad a la cultura de la izquierda no exige prestar atención a la realidad, ni a las ideas, sino conmover y conmoverse con las no ideas. Por ejemplo, Zapatero levantó un alud de aplausos la semana pasada en Santander al denunciar ante los suyos que “el Gobierno favorece el beneficio y el negocio en detrimento de las políticas sociales”. La no idea implícita en esa frase es que el PSOE promoverá las pérdidas y las quiebras, lo que justificaría más políticas sociales y más oficinas únicas de empleo para mayor gloria de Simancas.
Porque todo lo que queda de lo que había sido el pensamiento de la izquierda es la desconfianza en las personas. Queda el prisma deformante de esa mentalidad para la que el Estado tiene que estar en todos los problemas porque, sin su tutela, sus súbditos nunca los sabrán resolver. En economía, queda toda esa retórica sobre los pequeños y medianos empresarios a los que, una y otra vez, se presenta como si fueran pequeños y medianos inútiles, siempre necesitados de protección, tratamientos preferenciales, subsidios y cataplasmas. Y queda pasar por el tubo de Simancas. Pero, sobre todo, queda el miedo a la libertad. El que tenía Sardá. El que tiene Al-Qaeda. Ése para el que Maragall y Caldera siempre son capaces de encontrar una base real.
ANTILIBERALISMO
La cultura de la izquierda
Es muy cierto que la cultura es lo que queda cuando ya se ha olvidado todo. Por eso las señas de identidad de la izquierda española ya no se identifican con ninguna idea general sobre cómo debiera organizarse la sociedad, sino, simplemente, con la cultura de la izquierda.
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