Al denunciar el escándalo morrocotudo que había llevado al capitán Dreyfus a la isla del Diablo, Zola no sólo consiguió que se reparara una injusticia, sino que además inventó una figura que tendría una inmensa fortuna durante el siglo XX: la del intelectual comprometido. J’accuse fue una bomba de relojería y dio justamente en el clavo. Pero al parecer, pudo también haber acabado explotando en la cara de su autor, quien murió en su domicilio de París, envenenado por las emanaciones de una estufa de carbón mal ventilada.
Pues bien, cien años después, un periodista francés, llamado Jean Bedel, ha publicado en la editorial Flammarion un libro titulado Zola assassiné, en el que desarrolla una teoría que ya había avanzado en 1953 según la cual un tal Henri Buronfosse, deshollinador de profesión y militante de una organización nacionalista y antisemita, taponó la chimenea de la casa de Zola, movido por el odio que le tenía por haber destapado el “affaire Dreyfus”. Esta inquietante tesis, que al principio no tuvo ninguna repercusión, está siendo aceptada, casi sin reservas, por los actuales biógrafos. Todavía no he leído el libro, pero al parecer, Bedel demuestra que las circunstancias de la investigación de la muerte del escritor no fueron muy claras.
Por ejemplo, se pasó por alto que aquel día los deshollinadores habían estado remoloneando por los tejados y se concluyó, bastante alegremente, que la muerte había sido accidental. Así fue como lo asumieron sus contemporáneos y resulta divertido comprobar lo poco caritativa que se mostró doña Emilia Pardo Bazán a este respecto, en una carta que dirigió a su amiga Blanca de los Ríos: “La muerte de Zola ha sido bien insípida. ¡Mire usted que calentarse con carbón mineral, la cosa más dañina, un escritor, abogado del progreso, de la higiene, un naturalista!”
Hay en estas palabras muy poco respeto por quien fue la cabeza de fila del movimiento que ella divulgó en su polémico libro, La cuestión palpitante, y al que se adscribió con reservas, aunque con consecuencias importantes para su vida privada ya que el escándalo que suscitó fue la razón principal de su separación matrimonial, decisión que, dicho sea de paso, no pudo ser más acertada, pues de poco le podía servir, si no de lastre, la presencia a su lado de un cónyuge carlista y muermo, por añadidura. Personalmente no puedo dejar de creer que la acritud y la ironía que se puede percibir en la mencionada carta es una especie de pequeña venganza que la ilustre escritora se permite hacia el que ella asumió como mentor, por las declaraciones de Zola a raíz de la traducción del libro de doña Emilia al francés:
“De novelas españolas —dice Zola a Rodrigo Soriano, redactor de La Época— ya he dicho que en Francia somos muy ignorantes. La señora Pardo Bazán ha escrito una obra que he leído. Es libro muy bien hecho, de fogosa polémica: no parece libro de señora. Aquellas páginas no han podido escribirse en el tocador. Confieso que el retrato que hace de mí la señora Pardo Bazán está muy parecido y el de Daudet, perfectamente. Tiene el libro capítulos de gran interés y, en general, es excelente guía para cuantos viajen por las regiones del naturalismo y no quieran perderse en sus encrucijadas y oscuras revueltas. Lo que no puedo ocultar es mi extrañeza de que la señora pardo Bazán sea católica, ferviente militante, y a la vez naturalista; y me lo explico sólo por lo que oigo decir de que el naturalismo de esa señora es puramente formal, artístico y literario”. Creo que son estas palabras, que les acabo de subrayar, lo que no le perdonó la buena señora.
DRAGONES Y MAZMORRAS
La cuestión palpitante
Se celebran ahora, creo haberlo mencionado ya, cien años de la muerte de Émile Zola, a cuya vida y obra Anatole France calificó de “momento de la conciencia humana”. Se refería, en particular, a la impresionante denuncia que el padre del naturalismo lanzó a la cara de la sacrosanta justicia y del todo poderoso ejército y que removió y dividió la Francia de su época.
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