El debate sobre la guerra civil está lleno de trampas. Muchos historiadores y simples aficionados la siguen explicando, con mayor o menor precisión, en función de la teoría marxista de la “lucha de clases”: había unas capas “privilegiadas” cuyos intereses estaban siendo amenazados por las reformas republicanas y que, en consecuencia, se rebelaron y, tras una guerra de tres años, y sin reparar en las víctimas, volvieron a imponer sus pérfidos intereses.
Mi punto de vista es muy distinto. El problema de la república consistió en si el país iba a mantenerse o no como democracia, con libertades, elecciones respetadas y posibilidad de alternancia en el poder. Eso no se logró, a causa, fundamentalmente, de la actitud sectaria y antidemocrática de la izquierda, hasta desembocar en la guerra.
Empezó la república con la gran quema de conventos, bibliotecas y escuelas, siguió con una Constitución hecha por rodillo y no por consenso, no laica sino antirreligiosa, y luego con una Ley de Defensa de la República que invalidaba en la práctica buena parte de la Constitución. Las agresiones a la derecha fueron constantes, pese a lo cual ésta logró vencer en las elecciones de 1933 por amplia mayoría. Su triunfo electoral no fue aceptado por las izquierdas, de las cuales las más moderadas (Azaña) intentaron dos golpes de estado, y las más extremistas una revolución para imponer un régimen de estilo soviético. La izquierda preparó textualmente la guerra civil en octubre del 34, y, una vez fracasada, con 1.400 muertos, insistió en el espíritu guerracivilista hasta radicalizar y sembrar de odio el ambiente social. Siempre, eso sí, con la bandera de la defensa del “pueblo” contra los “privilegios intolerables de la derecha”, y pese a que el pueblo real había votado, misteriosamente, a sus “explotadores”.
El resto es bien conocido. En las muy anómalas elecciones de febrero de 1936, las izquierdas golpistas y revolucionarias, coligadas en el Frente Popular, ganaron las elecciones en diputados —en votos hubo empate—, y comenzó una oleada de asaltos, incendios y crímenes culminados en el asesinato de uno de los jefes de la oposición, Calvo Sotelo, mientras el otro, Gil-Robles, escapaba por azar. En estas circunstancias se gestó la reanudación de la guerra civil.
Cabe observar que la izquierda, proclamándose democrática siempre, vulneró de manera sistemática las reglas más elementales de la democracia, mientras que la derecha, desconfiada y poco entusiasta de tal sistema, las respetó en mucha mayor medida. Las respetó hasta el punto de que en octubre de 1934, en lugar de replicar a la insurrección izquierdista con un contragolpe autoritario, defendió la Constitución y dio a la república un año y medio más de vida. Pero tras la experiencia del Frente Popular, añadida a la de octubre del 34, la mayor parte de los derechistas (Franco entre ellos) llegó a la conclusión de que la democracia era imposible en España, y se decantó con creciente vehemencia por un régimen autoritario. Fueron las izquierdas las principales devastadoras de la democracia y la república, y me gusta señalar, por escandaloso que suene a algunos oídos, que quienes menos derecho tienen a quejarse de Franco son las izquierdas, pues ellas lo trajeron. Si hubieran mostrado el mismo respeto que él por la legalidad (¡una legalidad izquierdista, recuérdese!) no habría habido guerra civil.
Y la contienda se reanudó como un enfrentamiento entre unas derechas autoritarias y unas izquierdas revolucionarias y totalitarias. Éstas mostraron habilidad propagandística al presentarse, una vez más, como democráticas, pero un simple repaso de sus componentes desmiente la pretensión: comunistas y socialistas, todos ellos marxistas revolucionarios y muy afectos a Stalin; anarquistas; nacionalistas catalanes, principales promotores, junto con el PSOE, de la insurrección del 34; y republicanos, incapaces de respetar la alternancia en el poder y a la cola de todos los anteriores, a quienes unieron su destino. Tales “demócratas” integraban el Frente Popular.
Bien, se dirá, pero, ¿y la explotación, los privilegios, la miseria y el hambre de las masas etc., tan denunciados por las izquierdas? ¿Acaso no eran reales? Aquí existe un equívoco y una falsedad lógica que convendría deshacer de una vez por todas. La sociedad española tenía problemas y conflictos agudos y de ardua solución, manifiestos en la pobreza de amplios sectores sociales, en las desigualdades regionales, la escasa productividad agraria e industrial, etc. Las izquierdas suelen denunciar a voz en grito tales problemas, a menudo exagerándolos, pero eso no vuelve adecuadas sus soluciones. Como tantas veces ocurre, sus remedios podían resultar mucho peores que la enfermedad. Y lo eran, en efecto, pues suponían liquidar las libertades y la alternancia en el poder en nombre de recetas mesiánicas que, creían ellas, curarían todos los males.
En una democracia, los partidos plantean sus alternativas y la gente elige por mayoría. Un partido puede tener la confianza de un sector de la población en unas elecciones y perderla en las siguientes. No existen partidos representantes naturales o automáticos “del pueblo”, de “la clase obrera”, de “los auténticos vascos” o de “los buenos españoles”. Ese camelo, vendido aún hoy por muchos partidos, condujo a la república al fracaso y a la guerra.
En aquella época, las izquierdas, tanto reformistas como revolucionarias, intentaban convencer a los obreros y a los campesinos de que los causantes de todas sus penas eran las derechas y de que, mientras éstas tuvieran algún poder, las cosas no mejorarían, sino al contrario. Ante tales supuestas realidades de fondo, la cuestión de la democracia, las libertades etc., no pasaba de asunto puramente “formal”, insignificante, por no decir pura engañifa para mantener a los pobres engañados y oprimidos.
Pues bien, durante el primer bienio republicano las izquierdas aplicaron un programa reformista, cuyo fracaso quedó bien patente: mucha más hambre, parálisis de la inversión privada, estancamiento general del país, convulsiones sociales, con casi trescientos muertos en enfrentamientos, casi todos ellos entre las propias izquierdas o entre éstas y el gobierno azañista. Pesaba en esos males la crisis económica mundial, pero los agravaban la demagogia y unas leyes y medidas erróneas.
La experiencia del primer bienio permitió a la derecha ganar las elecciones en 1933. La izquierda extrajo la lección alucinada de que su fracaso provenía de no haber sido lo bastante drástica y extremista, y por ello dedicó sus esfuerzos a sabotear y desestabilizar a los gobiernos de centro derecha, hasta llegar a la insurrección de octubre del 34. Aun así, el llamado “bienio negro” contuvo el hambre, reactivó ligeramente la iniciativa privada e inició un programa bastante prometedor de inversiones y reformas económicas. Todo lo cual se vio cortado, esto es verdad, no por las izquierdas sino por un presidente conservador, Alcalá-Zamora, motivado por una visión totalmente falsa de la realidad.
Podemos reafirmar, pues, la tesis del comienzo: la gran cuestión de la república fue la democracia, no la “lucha de clases” o “los problemas sociales”. El segundo punto de vista tiende a menospreciar o destruir las libertades, y a escamotear la responsabilidad de partidos y políticos, diluyéndola en ese ente borroso que llaman “el pueblo”. No eran ellos, por lo visto, sino “el pueblo” el inventor de remedios absurdos, el causante de la demagogia, la violencia y el menosprecio de la libertad. Muchos historiadores siguen con estas monsergas, enraizadas en el marxismo y oscurecedoras del pasado y también del presente, pues alientan ahora mismo esos revanchismos y rencores que tantos se empeñan en resucitar. La izquierda, por desgracia, no acaba de desprenderse de tales herencias, como hemos comprobado hace poco en las movilizaciones en torno a la guerra de Irak y el chapapote. Es de esperar que llamando la atención una y otra vez sobre la inconsistencia y peligro de tales versiones vaya clarificándose el pasado y también el presente.
DIGRESIONES HISTÓRICAS
La cuestión de la democracia
El problema de la república consistió en si el país iba a mantenerse o no como democracia, con libertades, elecciones respetadas y posibilidad de alternancia en el poder. Eso no se logró, a causa, fundamentalmente, de la actitud sectaria y antidemocrática de la izquierda, hasta desembocar en la guerra.
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