España fue pródiga en personalidades carismáticas de diversa entidad y orientación, desde José Antonio Primo de Rivera hasta Dolores Ibárruri, pasando por los aún eficaces Santiago Carrillo y Manuel Fraga. No intentaré componer aquí una lista detallada, que incluiría sin duda al primer Felipe González y a José María Aznar, sino señalar lo que parece obvio: ningún miembro del Gobierno actual está hecho de esa madera. Y sin embargo, cuando el presidente Zapatero habla de la crisis derivada del rechazo al Tratado Constitucional lo hace en primera persona y se refiere a "los líderes europeos", incluyéndose.
En casi todos los casos el uso del término es hiperbólico: Blair no es Churchill ni Margaret Thatcher, Chirac no es De Gaulle –ni siquiera Mitterand–, Berlusconi no es De Gasperi ni Aldo Moro, Schroeder no es Erhardt ni Adenauer. No comparo con ánimo despectivo: sólo constato que ha tenido lugar una evaporación de la figura del líder en esta parte de Europa en que la política no es aún un oficio más, sino una actividad vocacional para la que se requiere o bien un íntimo impulso de servicio a la sociedad o bien una ambición de poder tan desmedida como peligrosa, sin excluir que ambos factores coincidan en individuos excepcionales. En cualquier caso, el político es, no está en la política.
En Suecia, un país al que se le supone un desarrollo social mayor y en el que cabe pensar que la política sea sobre todo técnica de gestión, los políticos se jubilan a una determinada edad y desaparecen de la escena pública; al parecer, sin dolor, aunque hace ya unos cuantos años que Ingmar Bergman nos contó en Fresas salvajes la historia de un médico que se retira porque así se establece en las normas del Estado pero que vive ese momento como tragedia. En España, Francia, Italia, Alemania, Gran Bretaña y unos cuantos países más, incluidos los Estados Unidos, nadie se jubila en la política. Puede apartarse de la competencia por los más altos cargos del Estado, como ha hecho explícitamente Aznar, o ausentarse, como Felipe González, pero jamás abandonar la política misma. Más aún: los líderes auténticos marcan la historia de los demás también cuando no están y por no estar.
Zapatero, al referirse a sí mismo y a sus colegas como líderes, además de dar cuerpo a su propia vanidad incurre en una falacia, porque es consciente de que tiene que llenar un vacío, transmitir cierta tranquilidad, convencer a la población de que no está huérfana, de que todavía hay quien vele por ella. Pero en su fuero íntimo sabe que no es así, que allá arriba no hay nadie. El Parlamento Europeo ha elegido presidente a aquel hombre que en cierto momento del pasado pudo liderar su partido, el socialista, y que había propuesto un plan hidrológico nacional generoso y territorialmente solidario, paralelo al que posteriormente aprobaría un Congreso con mayoría del PP: José Borrell.
Los procesos de aceptación y unción de un líder carismático guardan grandes semejanzas con los de enamoramiento individual: al margen de los méritos reales del objeto de amor, el enamorado pone en él todas las virtudes y le atribuye el don de satisfacer todas sus necesidades; lo inventa. Por un momento, los socialistas estuvieron al borde de inventar a Borrell. Y Borrell al borde de dejarse inventar. Pero el aparato lo devoró en cuestión de segundos, y el hombre que llegó al cargo que hoy ocupa, ya digerido, lo hizo mediante el expediente de abominar de sus propias propuestas y aplaudir la derogación de un plan que él sabía imprescindible. La maquinaria impide que a esos niveles pueda llegar un líder o el proyecto de un líder, la encarnación o la potencial encarnación de un proyecto de renovación. De modo que tenemos lo que tenemos: oscuros administradores de un poder que sólo aspira a perpetuarse ocupan el lugar de los líderes.
Tengo para mí que no se trata de un fenómeno propio de la política, sino de la reproducción en el campo de la política de algo que está sucediendo en la sociedad civil y en el mundo empresarial: la liquidación y absorción en el magma global de las clases dirigentes tradicionales. La burguesía se está extinguiendo –es probable que su último representante auténtico haya sido Agnelli–, las aristocracias de mérito a las que parecían tender las sociedades abiertas por medio de la libre competencia se han diluido en capas tecnocráticas sectoriales y los capitanes de industria son un recuerdo de días más felices. Las empresas mayores, mediante complejos entramados de fusiones y absorciones, han llegado a no tener dueño, a ser de muchos y de nadie en particular, con sus miles y miles de accionistas en los que, en cierta medida, se ha realizado la noción de capitalismo popular, que dejan las decisiones en manos de ejecutivos de altísimo nivel a los que pocos conocen y que rarísima vez comprometen su patrimonio en proyectos que no sienten propios. De los grandes empresarios creadores hemos pasado a las legiones de empleados ocasionalmente jerarquizados, siempre sustituibles y a menudo sustituidos, grises y en lo posible anónimos por definición. ¿Por qué iba a ocurrir algo distinto en la política?
La desaparición de los grandes líderes está ligada a una transformación de la democracia en muchos aspectos similar a la de las empresas. La noción de democracia como representación en los poderes públicos del conjunto social ha sido sustituida por otra, mayoritarista y tendencialmente abocada a los que algunos llaman "democracia autoritaria". Los partidos políticos son en lo fundamental maquinarias electorales y los votantes, como los pequeños accionistas de las corporaciones, delegan las decisiones en funcionarios que no asumen en absoluto la representación de nadie. Hay excepciones, es cierto –el sistema electoral británico, por ejemplo, sigue garantizando un mayor compromiso de representación–, pero la tendencia general es ésa.
Y trae aparejadas muchas desgracias, no pocas de las cuales están a la vista. Por mencionar sólo una: la Unión Europea tiende a una gerontocracia de estilo soviético cuyos miembros se empeñan en mantenerse apartados de la realidad mientras generan normativas contra natura, de las que los ciudadanos tienen escaso conocimiento pero que perciben opuestas a sus intereses –véase el caso del ingreso de Turquía y el "no" holandés al Tratado Constitucional–. De todos estos procesos debiera tomar buena cuenta la derecha liberal conservadora en España.
No voy a enumerar aquí las causas de la derrota electoral del PP en 2004, bien conocidas por los lectores, pero sí voy a mencionar una que no suele tenerse en cuenta: el liderazgo emergente de José María Aznar en el plano europeo, que amenazaba con alterar todas las relaciones de fuerza en el seno de la UE en un sentido progresista y modernizador, racional, liberal y realista. Eso no se podía tolerar, y por eso se montó una campaña de al menos dos años largos, sin límite moral alguno –se negó cooperación en asuntos de Estado, como si España careciera de intereses permanentes, v.g. Perejil– y apoyándose en cualquier error posible del Gobierno. Finalmente, la alianza de civilizaciones dio su fruto podrido el 11 de Marzo, y el resto fue inercia de oposición. Mariano Rajoy tiene, pues, una dura tarea por delante. De liderazgo antes que de dirección: debe seducir además de conducir.
Escribo esto tras presenciar en televisión el primer acto del proceso de reivindicación de Luis Roldán. El mismo día en que Marruecos oficializó su ocupación del Sáhara mediante la expulsión de un grupo de españoles, diputados entre ellos, sin la menor protesta seria internacional ni, desde luego, nacional. Rajoy, que sí levantó la voz, fue escamoteado por los medios.