Por oponerse a "la islamización de nuestra cultura", el político holandés Pim Fortuyn fue asesinado en Hilversum en 2002. Su paisano, el cineasta y también político Theo van Gogh, fue masacrado dos años después en una calle de Amsterdam por haber osado denunciar en un cortometraje, Submission, la opresión y los ultrajes que padecen las mujeres que han tenido la desgracia de nacer en Dar al Islam.
No son los únicos en Occidente que han tenido que pagar un precio muy alto –incluido el más alto de todos: la propia vida– por decir en voz alta lo que la experiencia les ha demostrado y su conciencia les dictaba: que el Islam es una máquina de destrucción y odio. Pero no se piense que ejemplos como estos abundan en nuestros predios. Sobre todo en esta Eurabia feliz, donde la norma, ante las amenazas de sumisión (que es una de las traducciones de islam; la otra es paz: ¿la paz de los cementerios?), es observar una mansedumbre indirectamente proporcional a la detestación de todo lo occidental (y no digamos nada de lo judeocristiano). Una actitud perfectamente comprensible, por lo demás: ¿a qué variante de lapidación, linchamiento o decapitación se expone hoy el occidental que tenga la osadía de declararse no creyente o de arremeter contra la Biblia o el Vaticano?
En todas nuestras sociedades rige actualmente un código de buena conducta ideológica no escrito, pero no por ello menos obligatorio: denunciar la peligrosidad del Islam equivale a declararse racista, colonialista, occidentalista. Lo de menos es que la mala conciencia de Occidente con su pasado haya acabado prohijando esta perversión, al lado de la cual la descrita por Leopold von Sacher-Masoch parece un juego de canicas en el patio de la escuela: allá cada quien con sus problemas de familia. Pero se ha llegado a tal extremo en la práctica de esta perversión, que en todos los países europeos (en Estados Unidos, afortunadamente y por ahora, sólo en algunos guetos académicos y mediáticos) el diagnóstico es tan severo como el enunciado con claridad meridiana por Alain Finkielkraut en un acto público en defensa de Redeker. A saber, que en un país como Francia, patria de la primera declaración universal de los derechos humanos, lo más granado de la sociedad –su clase política, sus intelectuales, periodistas y activistas de ONG– mayoritariamente prefiere la política del avestruz a la denuncia del totalitarismo del siglo XXI ("totalitarismo coránico",lo llamaba Carlos Semprún Maura). Que hasta los franceses renieguen del famoso toque a rebato de Voltaire, "écrasez l’infâme", es revelador del momento que vivimos.
Cada quien es libre, faltaría, de tomar conciencia de su entorno. Y lo cierto es que casi siempre, cuando lo que está en juego no es nuestra cotidianidad y nuestra capilla, los peligros y amenazas los dejamos donde los descubrimos: en las páginas de sucesos de los medios de comunicación. Sólo después de haber pasado años acumulando datos en nuestro hipotálamo, un buen día nos despertamos convencidos, como si nunca antes hubiéramos pensado lo contrario, de que el comunismo no es el porvenir de la humanidad o de que los nacionalismos son malsanos para la convivencia democrática. Pero rara vez sucede que en un fogonazo comprendamos el alcance para nuestras vidas de la cruenta realidad de otros.
Mi fogonazo con el islam se produjo en 1998. En Visa Pour l'Image, el festival internacional de fotoperiodismo celebrado en Perpiñán, viendo las fotos de Harriet Logan sobre las condiciones de vida de las mujeres afganas. Un reportaje que le había encargado el Sunday Times y que Logan realizó en dos momentos: a fines de diciembre de 1997 y comienzos de 1998 y en 2001, después de la caída del régimen talibán.
La primera parte, la que vi en Perpiñán, fue mi definitivo revulsivo ante el Islam. Es decir, no tuve que esperar a la voladura de los Budas de Bamiyán, ni siquiera a los atentados del 11-S, para comprender que esta religión es la más poderosa herramienta de destrucción de los derechos y libertades que en Occidente ha costado siglos de luchas y mucha sangre derramada conquistar y hacer respetar. Y sobre todo de los que más ha costado y sigue costando ejercer y defender: los de las mujeres.
Hay que ver el trabajo de Logan, "Sin velo. Voces de las mujeres de Afganistán", como lo que es: el crudo testimonio de las condiciones de vida que la sharia es capaz de imponer a las mujeres. Bajo los suníes talibán, que aplicaron una forma de sharia apenas un poco más cruenta que la vigente en Arabia Saudí, las mujeres quedaron reducidas a mendigar en las calles, porque les estaba prohibido trabajar; las niñas, cuando tenían suerte, aprendían a leer y escribir en escuelas clandestinas, en aulas improvisadas en edificios en ruinas, porque la sharia talib prohibía la escolarización de las mujeres; las mujeres morían de patologías curables, porque es una ofensa a Alá que un médico las visite o que tengan que desnudarse en un hospital. Y todas ellas estaban obligadas, para salir a la calle, a llevar el burka afgano, el chadri, esa cárcel móvil que apenas permite que la prisionera se asome al mundo por una rejilla de tela.
Esto sucedía en Kandahar, el bastión de los talibán, y en la capital, Kabul, y en todos los pueblos sometidos al control de los talibán (sólo en Faizabad, en la provincia de Badakhshan, libre del control de los talibán, tenían derecho a escolarizarse las mujeres y llevar una vida un poco menos cruenta). Cuando regresó a Kabul en 2001, Logan se encontró con otra realidad. Las mujeres podían estudiar y trabajar, y recibían atención sanitaria. Con todo, en un país donde los jefes tribales se ven libres de seguir imponiendo alguna variante de la sharia, la situación de las mujeres continúa siendo hoy abrumadoramente inicua. La esclavitud de las niñas está a la orden del día entre la tribu pastún de los shinwari, y uno de los jefes tribales pastunes más poderosos y fanatizados, Soufi Mohammad, ha impuesto una sharia no menos violenta que la vigente bajo los talibán, que autoriza, por ejemplo, el linchamiento de las mujeres "sospechosas" de haber cometido adulterio. Por cierto, con el clan de este mulá ha suscrito recientemente el gobierno de Pakistán un acuerdo para la imposición de la sharia en la North West Frontier Province (NWFP) y el área tribal de Orakzai.
Afganistán y Pakistán son actualmente aliados de países occidentales, o al menos no son considerados por Estados Unidos y sus principales aliados como naciones hostiles, a diferencia de Irán o Siria. Pero aunque las condiciones de las mujeres en estos dos frentes de la Guerra contra el Terrorismo han mejorado respecto de lo que fueron bajo el régimen talibán, lo cierto es que siguen siendo sometidas por norma a prácticas violentamente discriminatorias, según un reciente informe de Naciones Unidas sobre su situación en Afganistán: matrimonios de honor, trata y prostitución forzosa, trabas al acceso a la vivienda o al sistema judicial...
La miopía geoestratégica y el relativismo multicultural son las dos actitudes más comúnmente adoptadas por los occidentales ante la cuestión de las amenazas a los derechos fundamentales que supone, en cualquier país, la adopción de las normas jurídicas y las costumbres islámicas. De la primera da fe el hecho de que la erradicación de las violaciones de los derechos humanos en los países islámicos no sea una prioridad en las relaciones de las democracias occidentales con los considerados amigos, de Arabia Saudí y los emiratos del Golfo a Afganistán y Pakistán. Y qué decir del papel de Naciones Unidas. Su Misión de Asistencia a Afganistán se mueve entre el patetismo y la inmoralidad: además de no contar con recursos para llevar a cabo sus miríficas campañas humanitarias (como la destinada a tratar a mujeres afganas seropositivas en Irán, donde en 2003 había nada menos que dos millones de afganos refugiados –una de las mayores poblaciones de refugiados del mundo– y hoy sigue habiendo más de 900.000), este organismo se dedica a aplaudir al gobierno de Kabul, "hoy mejor y más competente que nunca". El mismo gobierno que en 2004 dotó al país de una Constitución considerada ejemplar por los países que participan en la ISAF y que de hecho concede que todos los afganos, hombres y mujeres, son iguales en deberes y derechos, pero no ampara, por ejemplo, la libertad de conciencia (lo que de facto significa, en su contexto islámico, que la apostasía puede ser castigada aun con la pena de muerte). El mismo gobierno, apoyado por la ONU y las tropas de la Alianza, que permite que en sus tribunales de justicia se aplique la jurisprudencia hanafí, una de las seis ramas de la Fiqh, la legislación islámica.
La otra actitud generalizada entre los occidentales tiene consecuencias no sólo para los nacionales de países islámicos, sino para los mismos occidentales. El miedo a ser acusados de racistas y neocolonialistas, sumado a la inveterada costumbre entre las izquierdas de todo pelaje de exculpar a los enemigos de las democracias, ha acabado produciendo un venenoso cóctel de multiculturalismo y relativismo moral. Que en universidades occidentales se imparta hoy un esperpéntico feminismo islámico; que ante la violencia del burka haya intelectuales preocupados por aclarar que "el burka nada tiene que ver con el islam, como tampoco el chador, el hiyab o las diversas prendas –chilabas, kufiyyas, turbantes– con las que se suelen vestir los hombres en los países donde la religión musulmana es mayoritaria" y dedicados a ensalzar la poesía del burka; que PBS, la red de televisiones públicas de Estados Unidos, contribuya a difundir la especie de que la opresión de las mujeres bajo el islam no se debe en ningún caso a esta religión sino a "tradiciones culturales locales": estos botones de muestra son la preocupante manifestación de la profunda y patológica denegación de la realidad a la que se muestran tan afectas las elites intelectuales en Occidente.
Algunas de las víctimas de esa realidad ya han sido mencionadas, pero la inmensa mayoría no han nacido en países occidentales. Y son mujeres. Y porque son mujeres y nacidas en países islámicos quienes hoy no sólo luchan sin tapujos y sin complejos contra el fanatismo que las oprime, sino que se atreven a recordarnos a los occidentales que debemos defender unos derechos que damos por adquiridos y el Islam no reconoce, vale la pena conocerlas un poco mejor. Son muchas, de la egipcia Nadal el Saadawi a la bangladesí Taslima Nasreen o la iraní Shirin Ebadi, Premio Nobel de la Paz 2003. Pero ha habido que escoger. Eso sí, las siete magníficas de nuestra serie son tan ejemplares como los siete samuráis de la cinta de Kurosawa. Y tan dispuestas a defenderse y defendernos. Esa suerte tenemos.
No son los únicos en Occidente que han tenido que pagar un precio muy alto –incluido el más alto de todos: la propia vida– por decir en voz alta lo que la experiencia les ha demostrado y su conciencia les dictaba: que el Islam es una máquina de destrucción y odio. Pero no se piense que ejemplos como estos abundan en nuestros predios. Sobre todo en esta Eurabia feliz, donde la norma, ante las amenazas de sumisión (que es una de las traducciones de islam; la otra es paz: ¿la paz de los cementerios?), es observar una mansedumbre indirectamente proporcional a la detestación de todo lo occidental (y no digamos nada de lo judeocristiano). Una actitud perfectamente comprensible, por lo demás: ¿a qué variante de lapidación, linchamiento o decapitación se expone hoy el occidental que tenga la osadía de declararse no creyente o de arremeter contra la Biblia o el Vaticano?
En todas nuestras sociedades rige actualmente un código de buena conducta ideológica no escrito, pero no por ello menos obligatorio: denunciar la peligrosidad del Islam equivale a declararse racista, colonialista, occidentalista. Lo de menos es que la mala conciencia de Occidente con su pasado haya acabado prohijando esta perversión, al lado de la cual la descrita por Leopold von Sacher-Masoch parece un juego de canicas en el patio de la escuela: allá cada quien con sus problemas de familia. Pero se ha llegado a tal extremo en la práctica de esta perversión, que en todos los países europeos (en Estados Unidos, afortunadamente y por ahora, sólo en algunos guetos académicos y mediáticos) el diagnóstico es tan severo como el enunciado con claridad meridiana por Alain Finkielkraut en un acto público en defensa de Redeker. A saber, que en un país como Francia, patria de la primera declaración universal de los derechos humanos, lo más granado de la sociedad –su clase política, sus intelectuales, periodistas y activistas de ONG– mayoritariamente prefiere la política del avestruz a la denuncia del totalitarismo del siglo XXI ("totalitarismo coránico",lo llamaba Carlos Semprún Maura). Que hasta los franceses renieguen del famoso toque a rebato de Voltaire, "écrasez l’infâme", es revelador del momento que vivimos.
Cada quien es libre, faltaría, de tomar conciencia de su entorno. Y lo cierto es que casi siempre, cuando lo que está en juego no es nuestra cotidianidad y nuestra capilla, los peligros y amenazas los dejamos donde los descubrimos: en las páginas de sucesos de los medios de comunicación. Sólo después de haber pasado años acumulando datos en nuestro hipotálamo, un buen día nos despertamos convencidos, como si nunca antes hubiéramos pensado lo contrario, de que el comunismo no es el porvenir de la humanidad o de que los nacionalismos son malsanos para la convivencia democrática. Pero rara vez sucede que en un fogonazo comprendamos el alcance para nuestras vidas de la cruenta realidad de otros.
Mi fogonazo con el islam se produjo en 1998. En Visa Pour l'Image, el festival internacional de fotoperiodismo celebrado en Perpiñán, viendo las fotos de Harriet Logan sobre las condiciones de vida de las mujeres afganas. Un reportaje que le había encargado el Sunday Times y que Logan realizó en dos momentos: a fines de diciembre de 1997 y comienzos de 1998 y en 2001, después de la caída del régimen talibán.
La primera parte, la que vi en Perpiñán, fue mi definitivo revulsivo ante el Islam. Es decir, no tuve que esperar a la voladura de los Budas de Bamiyán, ni siquiera a los atentados del 11-S, para comprender que esta religión es la más poderosa herramienta de destrucción de los derechos y libertades que en Occidente ha costado siglos de luchas y mucha sangre derramada conquistar y hacer respetar. Y sobre todo de los que más ha costado y sigue costando ejercer y defender: los de las mujeres.
Hay que ver el trabajo de Logan, "Sin velo. Voces de las mujeres de Afganistán", como lo que es: el crudo testimonio de las condiciones de vida que la sharia es capaz de imponer a las mujeres. Bajo los suníes talibán, que aplicaron una forma de sharia apenas un poco más cruenta que la vigente en Arabia Saudí, las mujeres quedaron reducidas a mendigar en las calles, porque les estaba prohibido trabajar; las niñas, cuando tenían suerte, aprendían a leer y escribir en escuelas clandestinas, en aulas improvisadas en edificios en ruinas, porque la sharia talib prohibía la escolarización de las mujeres; las mujeres morían de patologías curables, porque es una ofensa a Alá que un médico las visite o que tengan que desnudarse en un hospital. Y todas ellas estaban obligadas, para salir a la calle, a llevar el burka afgano, el chadri, esa cárcel móvil que apenas permite que la prisionera se asome al mundo por una rejilla de tela.
Esto sucedía en Kandahar, el bastión de los talibán, y en la capital, Kabul, y en todos los pueblos sometidos al control de los talibán (sólo en Faizabad, en la provincia de Badakhshan, libre del control de los talibán, tenían derecho a escolarizarse las mujeres y llevar una vida un poco menos cruenta). Cuando regresó a Kabul en 2001, Logan se encontró con otra realidad. Las mujeres podían estudiar y trabajar, y recibían atención sanitaria. Con todo, en un país donde los jefes tribales se ven libres de seguir imponiendo alguna variante de la sharia, la situación de las mujeres continúa siendo hoy abrumadoramente inicua. La esclavitud de las niñas está a la orden del día entre la tribu pastún de los shinwari, y uno de los jefes tribales pastunes más poderosos y fanatizados, Soufi Mohammad, ha impuesto una sharia no menos violenta que la vigente bajo los talibán, que autoriza, por ejemplo, el linchamiento de las mujeres "sospechosas" de haber cometido adulterio. Por cierto, con el clan de este mulá ha suscrito recientemente el gobierno de Pakistán un acuerdo para la imposición de la sharia en la North West Frontier Province (NWFP) y el área tribal de Orakzai.
Afganistán y Pakistán son actualmente aliados de países occidentales, o al menos no son considerados por Estados Unidos y sus principales aliados como naciones hostiles, a diferencia de Irán o Siria. Pero aunque las condiciones de las mujeres en estos dos frentes de la Guerra contra el Terrorismo han mejorado respecto de lo que fueron bajo el régimen talibán, lo cierto es que siguen siendo sometidas por norma a prácticas violentamente discriminatorias, según un reciente informe de Naciones Unidas sobre su situación en Afganistán: matrimonios de honor, trata y prostitución forzosa, trabas al acceso a la vivienda o al sistema judicial...
La miopía geoestratégica y el relativismo multicultural son las dos actitudes más comúnmente adoptadas por los occidentales ante la cuestión de las amenazas a los derechos fundamentales que supone, en cualquier país, la adopción de las normas jurídicas y las costumbres islámicas. De la primera da fe el hecho de que la erradicación de las violaciones de los derechos humanos en los países islámicos no sea una prioridad en las relaciones de las democracias occidentales con los considerados amigos, de Arabia Saudí y los emiratos del Golfo a Afganistán y Pakistán. Y qué decir del papel de Naciones Unidas. Su Misión de Asistencia a Afganistán se mueve entre el patetismo y la inmoralidad: además de no contar con recursos para llevar a cabo sus miríficas campañas humanitarias (como la destinada a tratar a mujeres afganas seropositivas en Irán, donde en 2003 había nada menos que dos millones de afganos refugiados –una de las mayores poblaciones de refugiados del mundo– y hoy sigue habiendo más de 900.000), este organismo se dedica a aplaudir al gobierno de Kabul, "hoy mejor y más competente que nunca". El mismo gobierno que en 2004 dotó al país de una Constitución considerada ejemplar por los países que participan en la ISAF y que de hecho concede que todos los afganos, hombres y mujeres, son iguales en deberes y derechos, pero no ampara, por ejemplo, la libertad de conciencia (lo que de facto significa, en su contexto islámico, que la apostasía puede ser castigada aun con la pena de muerte). El mismo gobierno, apoyado por la ONU y las tropas de la Alianza, que permite que en sus tribunales de justicia se aplique la jurisprudencia hanafí, una de las seis ramas de la Fiqh, la legislación islámica.
La otra actitud generalizada entre los occidentales tiene consecuencias no sólo para los nacionales de países islámicos, sino para los mismos occidentales. El miedo a ser acusados de racistas y neocolonialistas, sumado a la inveterada costumbre entre las izquierdas de todo pelaje de exculpar a los enemigos de las democracias, ha acabado produciendo un venenoso cóctel de multiculturalismo y relativismo moral. Que en universidades occidentales se imparta hoy un esperpéntico feminismo islámico; que ante la violencia del burka haya intelectuales preocupados por aclarar que "el burka nada tiene que ver con el islam, como tampoco el chador, el hiyab o las diversas prendas –chilabas, kufiyyas, turbantes– con las que se suelen vestir los hombres en los países donde la religión musulmana es mayoritaria" y dedicados a ensalzar la poesía del burka; que PBS, la red de televisiones públicas de Estados Unidos, contribuya a difundir la especie de que la opresión de las mujeres bajo el islam no se debe en ningún caso a esta religión sino a "tradiciones culturales locales": estos botones de muestra son la preocupante manifestación de la profunda y patológica denegación de la realidad a la que se muestran tan afectas las elites intelectuales en Occidente.
Algunas de las víctimas de esa realidad ya han sido mencionadas, pero la inmensa mayoría no han nacido en países occidentales. Y son mujeres. Y porque son mujeres y nacidas en países islámicos quienes hoy no sólo luchan sin tapujos y sin complejos contra el fanatismo que las oprime, sino que se atreven a recordarnos a los occidentales que debemos defender unos derechos que damos por adquiridos y el Islam no reconoce, vale la pena conocerlas un poco mejor. Son muchas, de la egipcia Nadal el Saadawi a la bangladesí Taslima Nasreen o la iraní Shirin Ebadi, Premio Nobel de la Paz 2003. Pero ha habido que escoger. Eso sí, las siete magníficas de nuestra serie son tan ejemplares como los siete samuráis de la cinta de Kurosawa. Y tan dispuestas a defenderse y defendernos. Esa suerte tenemos.