Para una parte no despreciable de la comunidad filosófica contemporánea, los ámbitos de la ética y de la política no sólo son complementarios sino indivisibles. No importa que Maquiavelo (entre otros) diera buenas razones para desconfiar de esta sugestión y revelara los muchos vicios (políticos) que acarrea, así como la impronta falsaria y deshonesta (morales) que la provoca. Ocurre que para algunos “modernos”, defender el legado del florentino no es más que un pretexto para resucitar republicanismos añejos, y a menudo también muy ajenos. Esta moda intelectual, nominalmente regeneracionista, amén de extrema y un tanto forzada por las circunstancias (declive ideológico de las izquierdas), se confunde en España, por el tono del sermón y por la parroquia que lo atiende, con un espíritu de contrarrestauración, si podemos decirlo así; o sea, con un ánimo de desquite ideológico e histórico y otras nostalgias republicanas años 30. Por lo demás, cuando Maquiavelo escribía sobre la virtù, se refería en todo momento a la virtud política, no a la moral.
Sea como sea, el moralizar la política y el politizar la moral es una fascinación, o ilusión, que ha logrado infiltrarse en gran parte de la clase política y ha accedido al dudoso rango de creencia popular. En el primer caso, provoca cinismo político; en el segundo, hipocresía social. Resultado compartido: doble moral, apaciguamiento y colaboracionismo con el mal y, sobre todo, mucha indignación moral, una afección ésta que no pretende, en última instancia, más que lavar la conciencia y lavarse las manos ante lo que pasa, representando en moral, lo que lavar el dinero negro en economía.
La unión indiscriminada de moral y política comporta además otros solapamientos, de efectos perversos: esfera privada y pública; interés personal y general; responsabilidad personal y colectiva; etcétera. La derivación última de esta visión unificadora es el proyecto de un escenario totalitario. Porque totalitario es el propósito de politizar y patrimonializar las conciencias, los sentimientos y las convicciones de los individuos. Estas tentaciones no son neutras ni huérfanas, sino que se hallan muy próximas al núcleo de los discursos y prácticas nacionalistas y socialistas todavía ligados a delirios redentores y utopistas: la patria imaginada y el pueblo emancipado.
Durante los años ochenta, bajo el mandato socialista, el recurso a la moral bendecía en España el quehacer del Gobierno: los principios morales inspiraban entonces la acción política. Y como el progresismo en España ha sido, por lo general, muy kantiano y poco utilitarista, privilegiando la intención, la buena voluntad y la conciencia sobre el balance de resultados y las consecuencias fácticas, no debe uno extrañarse de que la cosa acabara como acabó: en un triunvirato de cesarismo, clientelismo y corrupción. Hoy persisten en el mismo embuste, y el actual candidato socialista a la Presidencia del Gobierno promete, si gana, “una etapa política donde la ética marque las decisiones”.
Sus usos y modos son inconfundibles: dicen actuar de acuerdo con la ética y la moral (¡las dos cosas al tiempo!); seguir siempre el dictado de la conciencia; reverenciar la causa de la paz y la justicia poética, los derechos humanos, la igualdad y la fraternidad (la libertad, si acaso, en tercer lugar); los fines máximos de la humanidad y la macroeconomía (la especialidad de Felipe González). Pero de microeconomía y de los medios concretos para lograr dichos objetivos últimos, poco se dice; de política, en verdad, no hablan apenas. Combaten el Gobierno de derechas no por sus actuaciones, sino por ser de derechas. Odian al presidente del Gobierno porque es antipático, embustero y “antiguo” (?), porque hunde petroleros, porque dicen, en fin, que no es más que un arrogante, que no escucha a la gente, y un “asesino”.
La política se diluye, en sus manos limpias, en desaprobación y en reproche morales. Y es que cuando se carece de propuestas políticas positivas y constructivas (o las que tienen son inconfesables), cualquier cosa sirve de coartada para aspirar al poder. O para justificar moralmente determinado poder, como enseña en su último libro el obispo Setién, De la ética y el nacionalismo. Para algunos, en fin, el primado de la ética sobre la política significa ascender a los cielos o estar en el limbo.