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FUNCIONARIOS

La casta socialista

Observen a una empresa privada. Toda su actividad se dirige a servir al consumidor: si se desvía un ápice de su objetivo, si los consumidores juzgan que ya no les satisface lo suficiente, las pérdidas se acumulan hasta el punto de que puede verse obligada a cerrar. En el capitalismo no existen privilegios corporativos: sólo las empresas hábiles consiguen continuar produciendo.

Observen a una empresa privada. Toda su actividad se dirige a servir al consumidor: si se desvía un ápice de su objetivo, si los consumidores juzgan que ya no les satisface lo suficiente, las pérdidas se acumulan hasta el punto de que puede verse obligada a cerrar. En el capitalismo no existen privilegios corporativos: sólo las empresas hábiles consiguen continuar produciendo.
Observen ahora a la empresa pública por excelencia: la Administración. La razón de su existencia no es otra que perpetuar el estatus laboral de una casta de privilegiados mandarines: los funcionarios. La Administración Pública no se preocupa por servir al ciudadano, sino más bien por vivir a costa de él.
 
Dos rasgos son suficientemente significativos de este grado de parasitismo: la remuneración y la duración del contrato.
 
Por un lado, el salario del funcionario no depende del servicio prestado al ciudadano. La Administración no se somete a la competencia y a la disciplina del consumidor; sus ingresos no dependen de las relaciones voluntarias que los ciudadanos estén dispuestos a entablar con ella, sino de la capacidad depredadora que le atribuya el Estado mediante los impuestos. De este modo se pueden crear puestos funcionariales absolutamente inútiles e inservibles, pero como su remuneración no proviene del precio que están dispuestos a pagar los consumidores nadie detectará tal anomalía.
 
Imaginen que el Estado decide crear un puesto de funcionario cuyo objetivo es contar el número de hombres con bigote que entran en las oficinas de Correos. ¿Le ven alguna utilidad? Yo tampoco, pero su sueldo no dependerá, en todo caso, del servicio que preste a los consumidores, sino de la cantidad de dinero que arbitrariamente le quiera pagar el burócrata de turno.
 
En un sistema capitalista, si un empresario quiere pagar un alto salario a una persona que no reporta satisfacción a los consumidores tendrá que hacerlo con cargo a sus beneficios. En otras palabras, de la misma manera que podría gastarse el dinero en un automóvil, en tabaco o en un viaje al Caribe, el empresario prefiere pagar un salario inútil a un trabajador, esto es, realizar una donación caritativa. La cuestión es que para hacerlo deberá haber acumulado antes suficientes beneficios procedentes de transacciones voluntarias con los consumidores.
 
Por otro lado, la duración vitalicia del contrato de trabajo de los funcionarios es otro signo de su completa falta de sintonía con las necesidades de los individuos. Ningún empresario puede firmar con un trabajador un contrato vitalicio no rescindible, entre otras cosas porque nadie puede asegurar que sea capaz de servir a los consumidores durante toda su vida.
 
La arrogancia de firmar un contrato vitalicio es una clara evidencia de que el puesto de funcionario se adquiere con independencia del servicio se que preste a los ciudadanos. Bueno o malo, útil o inútil, el funcionario permanecerá toda la vida en su puesto.
 
Las situaciones se invierten: los trabajadores no sirven al consumidor, más bien son los consumidores quienes sirven a los trabajadores. En el sistema estatal, los beneficiarios son los jerarcas, los que detentan el poder para exigir tributos a los ciudadanos.
 
En realidad, la burocracia administrativa constituye el conjunto de engranajes que hace funcionar la maquinaria estatal. El Estado necesita reposar en una doble legitimidad: la de quienes creen ingenuamente que contribuye al bien común y la de quienes saben que sólo redunda en su beneficio particular.
 
Los funcionarios son un ejemplo de este último tipo de legitimación. Por mucho que la actividad estatal se muestre calamitosa, o su trabajo completamente inútil, ningún funcionario está dispuesto a reducir un ápice ni el intervencionismo ni la presencia del sector público en nuestras vidas.
 
Con el funcionariado se logra crear un cuerpo de trabajadores cuya finalidad es convertirse en el brazo ejecutor y en el altavoz propagandista del Estado. Su estatus privilegiado sólo puede perpetuarse a través de los impuestos y el gasto público, esto es, del uso de la fuerza para conseguir transmisiones monetarias (de los ciudadanos hacia el Estado) que nunca se hubieran producido de manera voluntaria.
 
Con todo, debemos tener presente la existencia de personas muy dignas que, por diversas circunstancias, se hayan visto inducidas a trabajar de funcionarios. En la Unión Soviética todo el mundo estaba constreñido a ser funcionario, creyera en el libre mercado o no. En nuestras sociedades occidentales, donde el Estado copa el 50% de la economía, es obvio que muchos, aun prefiriendo el sector privado (pensemos en los profesores, médicos o policías honrados), han sido forzados a integrar los cuerpos de sirvientes estatales.
 
En cualquier caso, conociendo la debilidad totalitaria de todo Estado, no debemos extrañarnos de que los distintos gobiernos continúen mimando a sus funcionarios. Como punta de lanza contra la sociedad, los oficiales públicos deben estar satisfechos con sus prebendas, para que mantengan una inquebrantable adhesión al sector público.
 
En este sentido, Jordi Sevilla, ministro de Administraciones Públicas, presentó hace unos días una batería de nuevas concesiones para los funcionarios estatales conocida como "Plan Concilia". La cuestión reviste gravedad no tanto por las medidas concretas que contiene, sino por la enésima utilización de nuestro dinero para mantener apaciguados y dóciles a los funcionarios.
 
En otras palabras, si las medidas del Plan Concilia (básicamente, incrementar a diez días el permiso de paternidad y permitir a los funcionarios terminar su jornada laboral antes de las 18.00) hubieran sido adoptadas por una empresa privada no tendríamos nada que objetar: la financiación de ese gasto (cobrar durante diez días un salario que no se ha producido) correría a cargo de los beneficios previos acumulados. En el sector público, en cambio, son nuestros impuestos –la exacción coactiva de nuestras propiedades– los que van a financiar semejante dádiva política.
 
Ya podemos patalear, dejar de acudir a la Administración o criticar al Estado, pero no podremos dejar de pagar los impuestos destinados a estos programas de dominación y apaciguamiento (la moderna versión del panem et circenses). ¿Se imaginan que Coca-Cola decidiera aumentar el precio de cada lata en un 50% para costear semejante proyecto? Los consumidores que no estuvieran dispuestos a financiarlo lo tendrían tan sencillo como dejar de comprar Coca-Cola y dirigirse a las marcas de la competencia. Pero el Estado, siempre preocupado por el bien común, no nos ofrece esta opción tan esencial: estamos forzados a pagar con nuestro trabajo los privilegios de los burócratas y oficiales públicos.
 
Además, la medida política tiene su inevitable efecto de propagación al resto de la sociedad. Por un lado, los funcionarios autonómicos y municipales también han empezado a reclamar su parte del nuevo pastel. ¿Dónde se habrá visto que nuestro Estado de las Autonomías y Asimetrías viole el principio de igualdad de gorronería ante la ley?
 
Parece claro que, en último término, las diversas instancias administrativas se verán forzadas a incorporar el Plan Concilia entre los irrenunciables derechos de su casta funcionarial. No en vano vivimos en un país donde todas las Administraciones quieren incrementar su grado de intervencionismo sobre la sociedad, de manera que el apoyo y la connivencia de sus empleados públicos resultarán necesarios.
 
Por el otro lado, las condiciones de empleo de los funcionarios se consideran un modelo para los de puestos de trabajo privados. Los funcionarios son el modelo por imitar para todos los españoles; es decir, no se toma como referencia a los empresarios que crean de la nada negocios destinados a satisfacer a millones de consumidores, sino a quienes se intentan nutrir del trabajo ajeno mediante la coacción política.
 
De esta manera, el Estado aporta su particular grano de arena a la progresiva degradación moral de nuestra sociedad: no sólo se premia con mayores beneficios a quienes trabajan de manera parasitaria, sino que, para colmo de despropósitos, se les admira y se les intenta emular.
 
Como ya denunciara Ludwig von Mises: "Los metafísicos alemanes de la estatolatría practicaron una confusión deliberada vistiendo a todos los hombres que estuvieran al servicio del gobierno con la aureola del sacrificio altruista. En los escritos de los estatistas alemanes, los funcionarios son descritos como santos, una clase de monjes que abandonan todos los placeres terrenales y la felicidad personal para servir como alféreces de Dios, hasta donde sus habilidades les permitan, primero a los Hohenzollern y luego al Führer".
 
Por suerte, en España los funcionarios han perdido gran parte de esta mistificación totalitaria. Su imagen es cada día más semejante a la del cuco que a la del águila imperial. Sin embargo, por paradójico que parezca, esta degradación de la imagen del funcionario no se ha visto correspondida con un mayor rechazo social a ocupar tales puestos. En realidad, para muchos ciudadanos la constatación de que pueden vivir rapiñando a los demás ha supuesto un acicate para opositar al funcionariado.
 
En una sociedad politizada, donde el mercado ha sido confinado a las más mínimas actividades, no es de extrañar que el modelo de "hombre hecho a sí mismo" sea el de vivir sin trabajar, a costa de esquilmar la riqueza del resto de individuos. De hecho, el fundamento del Estado no es otro que el de expoliar a la población para consolidar una situación de poder y dominación. No en vano, por tanto, la casta funcionarial tiene un espejo al que mirarse: la degradación moral de Occidente a manos del socialismo.
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