Todo era olvido en el salón en que Ibarreche se reunió con Rodríguez Ibarra, Herrero de Miñón con Pujol, todos con Víctor Manuel. Al parecer, los que organizaron el acontecimiento fueron María Antonia Iglesias, sin comentarios, e Iñaki Gabilondo, ese hombre que cuando cuenta que el 11-M le telefoneó Otegi para decirle que ETA no había sido, se refiere a éste llamándole por su nombre de pila, Arnaldo; con la contribución de otros periodistas. En otro lugar de Madrid, poco después, enviados de la ministra Magdalena Álvarez retiraban la última estatua de Francisco Franco que quedaba en la capital: también alcanzó a llegar hasta allí Víctor Manuel, probablemente tarareando aquella canción que con tanto esmero cantara para mayor gloria del Caudillo al conmemorarse los XXV Años de su Paz.
A la misma hora, en Zagreb, Croacia, enviados de algún ministro local sacaban brillo a la estatua de Ante Pavelic, responsable de la muerte de medio millón de judíos, serbios y gitanos en campos de exterminio –Jacenac– en los primeros años 40: el hombre que, según contó Curzio Malaparte, comía ojos humanos. La estatua de Ante Pavelic, puesta en su sitio tan pronto como Javier Solana, en representación de los intereses alemanes, comunicó que Croacia era sujeto de derecho internacional, liquidando la Federación Yugoslava e iniciando el arrasamiento de los territorios que la componían. También para instalar ese monumento y mantenerlo hace falta mucha desmemoria.
Después de todo eso, Periodista Digital tituló: "La obsesión por reescribir la historia". Un reconocimiento: la crítica al romanticismo ha llegado a la prensa. Y, con esa crítica, la sospecha de que ya ha habido unas cuantas reescrituras y de que ninguna de ellas cuadra del todo con lo real: ni las del siglo XIX, generadoras de mitologías nacionales, ni las del XX, justificadoras de mitologías de clase y de raza. Casi todas ellas han sobrevivido con relativamente buena salud hasta hoy, y las clases políticas las agitan de tanto en tanto: las que más, aquellas que exaltan el resentimiento, la pasión del ánimo que el tiempo ha mostrado más generosa. Pero eso no explica por sí mismo el vigor de los autoritarismos más o menos disfrazados de progresismo –adhesiones al castrismo, por ejemplo–, el odio a Occidente, en especial a los Estados Unidos, o la entrega al islam, en general asociada con el servilismo frente al eje franco-alemán.
Las sociedades abiertas de Occidente derrotaron militar y políticamente al nazismo, al fascismo italiano y al expansionismo japonés. Después vencieron política, económica y socialmente al comunismo soviético: ganaron la Guerra Fría. Pero en los dos casos perdieron la batalla de la propaganda. Ésta fue ganada por los aparatos creados desde la extinta URSS y desde la socialdemocracia alemana, que tomó el relevo del comunismo ante América.
Los intelectuales fascistas corrieron la misma suerte que los regímenes a los que defendieron: Céline vivió hasta 1961 en un cómodo pero riguroso exilio interior, y ni la proclamada grandeza de alguna de sus novelas le salvó del aislamiento preventivo; Ezra Pound se mantuvo en sus trece hasta morir, en 1972, después de la experiencia manicomial y el ostracismo; Marinetti se anticipó a Mussolini en el camino a la tumba; Drieu La Rochelle se negó en 1945 a vivir un largo siglo como Jünger. Otros, menos notorios, se mimetizaron y fueron adoptados por los nuevos tiempos.
Pero los intelectuales de las izquierdas prosperaron sin cesar: al amparo de la URSS, lo quisieran o no, lo creyeran o no. El distante rey de Suecia entregó el Nobel al plagiario Sholojov, que le había copiado El Don apacible a su oscuro suegro con la aprobación del Partido, cuando convino. Y cuando convino, a Saramago. Y cosas peores veremos.
La propaganda soviética y socialdemócrata se organizó a lo largo del siglo XX en torno de unas pocas cuestiones centrales, de gran peso específico: la revolución rusa, el ascenso de los fascismos, la Guerra Civil española, Hiroshima, la revolución cubana, los derechos civiles de los negros norteamericanos, Vietnam. Los siete temas están en la obra de Neruda, de Alberti, de Carpentier, y también en la de Mailer, que no es ni fue jamás un comunista.
Eran temas inevitables, que atraviesan el pensamiento, la literatura, el cine, la plástica y la música de la época, desde los textos doctrinales de Sartre hasta la voz de Paul Robeson. Algunos tenían una respuesta única: no cabía estar con los fascismos ni con Franco, por ejemplo, y eso implicaba estar con quienes se les oponían.
Ahora todo el mundo entiende que también eso tenía aspectos deleznables, pero entonces no se admitían matices: el PCI se dividió cuando Amedeo Bordiga dijo que había que apoyar a Mussolini contra la mafia; Orwell y Dos Passos fueron borrados del mapa literario durante décadas por denunciar la intervención soviética en la República Española, y Churchill tuvo que aliarse con Stalin contra Hitler.
Tampoco era posible discutir el derecho a la igualdad de la población negra de los Estados Unidos, y eso no ha cambiado ni siquiera ahora, cuando la descomposición ideológica del movimiento ha llevado a la Nación del Islam y otras perversiones.
Hiroshima y Nagasaki, experiencias que nunca más se repitieron, están en la conciencia general como comienzo de un estilo bélico, cuando en realidad sirvieron para detener la carnicería que los japoneses estaban decididos a continuar sin límite visible. Ni la URSS ni China ni sus epígonos comunistas o musulmanes renunciaron a la posesión de ingenios nucleares, pero eso, ya se sabe, fue debido a la presión del amenazante imperialismo americano. Uno de los grandes argumentos comunistas de la Guerra Fría es precisamente ése: lo peor de mi conducta es una respuesta a la maldad de mi enemigo.
Hiroshima y Nagasaki inauguraron una escalada publicitaria que no ha cesado y cuyo siguiente paso fue Vietnam. La fotografía de Nick Ut que ganó el Pulitzer, en la que se veía a un grupo de niños vietnamitas quemados por el napalm corriendo hacia la cámara, y la de Eddie Adams, también Pulitzer, que mostraba la ejecución de un guerrillero comunista en una calle de Saigón por un coronel survietnamita, tomada en el momento exacto en que la bala, disparada junto a la sien, destrozaba la cabeza del prisionero, se sumaron a las de la matanza de Mi Lay para destrozar la imagen de los americanos.
Pero, desde luego, no se trataba de una cuestión de documentos, sino de régimen de prensa. Los periódicos no publicaron una sola foto del otro lado, y haberlas las hubo, y aún hay veteranos en manicomios americanos que enloquecieron durante la tortura, y que hubieran preferido el tiro en la frente a ser prisioneros del Vietcong. No importa: la causa justa es siempre la opuesta al imperialismo, aunque en lugar del socialismo, sea eso lo que sea, se construya un paraíso turístico sexual con riesgo de tsunami o una economía de plantación industrial de modelo chino.
Son aquellas fotos las que permiten al ínclito Peces-Barba decir que los que están en el homenaje a Carrillo son los buenos y los que no están, los malos. Aquellas fotos, junto a la campaña de alfabetización cubana de 1961 –en un país no sólo alfabetizado, sino culto–, y el cine soviético, y los incontables cantos a Stalin escritos por los poetas, y el recuerdo del Gran Timonel cruzando a nado el Yangtzé a los 70 años, y el de Ho Chi Mihn dirigiendo la guerra con cara de dirigir la paz, para que quedara claro que la guerra era cosa del enemigo. El mismo enemigo que tienen en mente los que salen a gritar "no a la guerra" sin aclarar a cuál se refieren.
Todas esas imágenes están mucho más presentes que las de la Shoá o que las de cualquiera de las matanzas perpetradas por el terrorismo islámico, que, según los pacifistas oficiales, sólo se defienden: Israel tiene perdida la batalla de la propaganda en la misma medida en que la tiene perdida Occidente.