Álvaro Vargas Llosa cuenta, en El Diario Exterior de España, lo que sigue: "En Egipto la pobreza extrema como porcentaje de la población se ha mantenido igual a pesar del dinero recibido, el segundo más beneficiado de EEUU. En cambio China, que recibe dos mil veces menos ayuda que Egipto, redujo la pobreza extrema a la mitad. Bolivia, uno de los once mayores beneficiados de la ayuda estadounidense, ha duplicado el porcentaje de individuos en extrema pobreza". Y prosigue: "Lo que ha ayudado a Chile a desarrollarse no es la ayuda externa, que ha recibido en cantidades insignificantes, sino las reformas económicas (apertura económica y derechos de propiedad bien protegidos), adoptadas a mediados de la década del 70".
Se estima que entre 1958 y 2005 los gobiernos de países ricos han regalado –o, dilapidado– 2,3 billones de dólares a los países pobres. No obstante el reconocido fracaso, lo que ahora se dice en los círculos burocráticos de las Naciones Unidas y de los gobiernos donantes es lo que típicamente sucede con programas de gobiernos que fracasan: que los dineros asignados son insuficientes y que hay que aumentar la ayuda.
El fracaso de la ayuda para el desarrollo económico (no me refiero a la ayuda humanitaria) es reconocido cada vez más en la literatura de prestigio, pero aún falta explicar por qué persiste tal fracaso y por qué contribuye, más bien, a impedir el progreso. Esto es más difícil de explicar porque el daño no se debe tanto a la ayuda monetaria misma, aunque en ocasiones sí, sino a los consejos que acompañan a la ayuda. Y cuando se asigna una cuota de culpa a los países donantes la respuesta, con toda razón, es que nadie está obligado a recibir el dinero, y menos aún a aceptar los consejos que lo acompañan.
Admitido lo anterior, hay que explicar por qué se aceptan los consejos y por qué han sido contraindicados. Lo primero es lo más fácil: la ayuda se canaliza por medio de los gobiernos, es decir, los políticos. Y como los gobiernos –los políticos– están siempre ávidos de gastar dinero, especialmente si para ello no tienen que cobrar impuestos, los consejeros económicos encuentran eco a sus desatinados consejos. Y como tanto los burócratas nacionales como los internacionales tienden a simpatizar con la economía dirigida y no con la de mercado, los consejos tienden a ser malos.
Entre las exigencias para recibir ayuda se destaca la entorpecedora y abundante reglamentación de la vida económica, los altos impuestos redistributivos –en especial al rendimiento de las inversiones de capital–, la rigidez del mercado laboral, el énfasis en insostenibles programas sociales en vez de infraestructurales, etcétera, medidas que resultan ser antisociales porque aseguran la pobreza. El empobrecedor carácter anticapitalista de los consejos es típico de los programas de ayuda para el desarrollo, pero, lamentablemente, parecen ser irresistibles porque van acompañados con dinero.
Cuando un programa fracasa se termina; salvo que sea de los gobiernos, en cuyo caso se le echa más dinero.
© AIPE