Zapatero incide en el hecho de que mil doscientos economistas, de entre los mejores del mundo, no fueron suficientes para prever lo que se nos venía encima. ¿Cómo, entonces, criticarle a él, que aún tiene pendientes las dos clases que le iba a dar Jordi Sevilla, por haber fallado igual de miserablemente?
Más allá de las estrategias políticas, lo cierto es que el informe de marras tiene su importancia, pues estudia el desempeño del FMI en el período previo a la crisis financiera y económica y recoge numerosas muestras de su fracaso estrepitoso. Se dice que un economista es una persona dedicada a predecir el pasado, o a explicar mañana por qué no ocurre hoy lo que adelantó ayer. Parece un dicho pensado para el FMI. Sus departamentos no comparten informaciones y análisis, lo que en la previa a la crisis dificultó "vincular los fenómenos macroeconómicos a los financieros". Como sus informes son autorreferenciados, "rara vez se hizo alusión a los analistas externos que señalaban el aumento de los riesgos en los mercados financieros". Los economistas del organismo veían "fuertes desincentivos para 'decir la verdad a los poderosos', especialmente en los grandes países": cedieron a las presiones políticas de algunos gobiernos y cayeron en la autocensura.
De los cuatro capítulos en que el FMI da cuenta de las razones del fracaso, el más importante es el primero: "Deficiencias analíticas", en el que incide en dos: el haber caído en el "pensamiento de grupo" –que consiste en ajustar el discurso a lo que se cree es el consenso en un ámbito dado, en perjuicio del ejercicio del pensamiento crítico– y las "limitaciones" registradas en los "enfoques analíticos"; es decir, que se recurrió a ideas económicas equivocadas.
Así pues, el FMI reconoce que erró al creer que los sistemas financieros actuaban de forma eficiente y eran capaces de "redistribuir los riesgos entre los más preparados para asumirlos". Esta crítica, que es ya un lugar común, lleva a muchos –acaso también al FMI– a considerar que hay ahí un fallo de mercado, y que, en consecuencia, hay que recurrir a más –o al menos mejor– regulación.
Sin duda, este reconocimiento es insuficiente. La crisis no se ha producido por una mala distribución de los riesgos, sino porque la producción se ha desviado, de forma masiva, hacia sectores que no eran sostenibles. Las crisis son, precisamente, el mecanismo de que se vale el mercado para hacer aflorar las descoordinaciones entre lo que se produce y lo que se demanda.
El sistema financiero es el nexo entre las decisiones sobre liquidez y ahorro y el sistema productivo. Si hubiera una correspondencia entre las decisiones de los ahorradores y los préstamos concedidos por la banca, es decir, si quedasen ajustados los plazos de ahorro a los de inversión y préstamo, no se produciría desorden generalizado alguno, aunque cabrían graves descoordinaciones, debido al papel desempeñado por los bancos centrales. Esta idea, por cierto, fue recogida en un informe del propio Fondo Monetario Internacional. Luego, sí, necesitamos una mejor regulación.
Hay toda una escuela, o al menos un conjunto de saberes e ideas económicos, que va más allá de los economistas austríacos y que no sólo sirve para entender lo que ha ocurrido, sino que ha servido para prever la crisis, que se explica por el modo en que está estructurado el sistema financiero, gravemente intervenido por los Estados. Si es cierto que el FMI no miró fuera para mejorar su comprensión de lo que estaba pasando, aún es más cierto que arrinconó a los economistas que, precisamente, más podrían haberle ayudado.
Ahora llega el momento de la reforma, para que, cuando menos, el FMI no vuelva a incurrir en los mismos errores. Pero lo cierto es que no podrá esquivarlos todos: es un organismo público, y está sometido a las servidumbres propias de la gestión burocrática. Por eso lo mejor que puede hacer es echar el cierre.