No sólo los disidentes locales cuestionan el Estado como si fueran gobernadores de provincias argentinas, sino que, en general, la política española se está argentinizando día a día. Se les veía tan bien juntos al presidente de la sonrisa y al pingüino del Plata, que me negué a imaginar su compinchería frente al televisor mirando un partido del mundial: me bastó con la imagen de la rueda de prensa en la que K le regaló a ZP una camiseta de la selección argentina delante de los periodistas, mostrándola como si de un pozo de petróleo se tratara, y los dos pusieron caras de niños tontos, encantados de haberse conocido. Tal para cual.
El de la argentinización de la vida española viene siendo un tema recurrente en los últimos meses. ¿No son acaso Fórum Filatélico y Afinsa una especie de trailer de la película del corralito? ¿No se parece cada vez más el socialismo español al peronismo? ¿No es el antiamericanismo un espacio común? ¿No están olvidando los españoles, como dijo en su día Felipe González, “las cosas de comer”, igual que los argentinos? ¿No dependen ambas economías de productos aleatorios, como las vacas que pueden tener aftosa o el turismo que puede ser ahuyentado por una plaga de medusas? ¿No desatienden ambos gobiernos, con el mismo desprecio, las inversiones en I+D? ¿No hay acaso semejanzas políticas estructurales entre las dos naciones? Veamos.
Aquello en lo que España no se parecía a la Argentina, y que para ésta es una suerte cáncer crónico que mantiene al país al borde de la muerte, ya se está logrando aquí, gracias a Zapatero, Maragall, Carod, los múltiples Arzalluces que proliferan en casi todos los partidos vascos: el federalismo delirante y, por supuesto, asimétrico. Leo hoy en la prensa argentina que el gobierno de la provincia de Jujuy (800.000 habitantes, el 30 de ellos con las necesidades básicas insatisfechas) negocia directamente con China la venta de su producción de tabaco, sin pasar por el Estado. En Jujuy, como en otras provincias, la mitad del dinero del Estado se destina a pagar funcionarios. No hay nada de lo que asombrarse: en Sevilla, capital de la realidad nacional andalusí de Chaves, hay veinte mil funcionarios, quinientos de ellos con derecho a coche. Profundizar en el autogobierno, como dicen cínicamente los barones clientelares, significa ser más federales y más asimétricos. Con un Estado garante, empobrecido y mutilado, detrás, para responder de los compromisos locales.
El federalismo es el terreno en el que se mueven los que pretenden impugnar, signifique eso lo que signifique, la Constitución, y que de hecho hacen su vida política como si no existiera, moviéndose en su marco mientras le resulte cómodo pero dispuestos a salirse de él en cuanto algo les pique. El federalismo, en España como en Hispanoamérica, es la palabra a la vez culta y perversamente engañosa, que designa el caciquismo actual. Los sociólogos emplean el término clientelismo. Es un lamentable remanente feudal, el cuerpo renovado del vasallaje, y poco tiene que ver con la democracia.
El poder local es el material de construcción del Régimen psocialista, como lo es en el peronismo y en el priísmo (las relaciones y semejanzas entre el peronismo y el cardenismo, tan disculpado por el interesado asilo que Cárdenas dio a los cerebros españoles emigrados en 1939, aún están poco estudiadas). Si el Partido Popular no gana las elecciones con mayoría absoluta, no podrá volver a gobernar jamás: la trama caciquil es lo bastante fuerte como para sostener al sonriente en su puesto durante largos años. Y no es imposible que los conflictos internos en el PSOE deriven en divisiones formales que repartan el socialismo español entre varias siglas y dentro de dos o tres convocatorias a legislativas estemos eligiendo entre unos socialistas y otros socialistas, que finalmente pactarán gobierno, del mismo modo en que los argentinos de hoy eligen entre un peronista y otro peronista. Lo dijo Perón: “Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista”, y ya pueden ladrarse que, a la hora del poder, se pondrán de acuerdo.
En las dos sociedades, la española y la argentina, el consenso es de izquierdas, se llame como se llame. No importa que los Estados Unidos no tengan un duro invertido en el país, el imperialismo yanqui tendrá la culpa de todos los males: es un enemigo lejano y cómodo. Hay que anotar que el mecanismo mental antiamericano es idéntico al del antisemitismo, y que ambas cosas no son sino dos caras de lo mismo. No importa cuáles sean las consecuencias sociales, la inmigración es buena, enriquecedora y, sobre todo, respetable en su conjunto.
El PSOE de Zapatero promueve la alianza de civilizaciones del ayatolá Jomeini, El Periódico de Cataluña (línea González, ahora desplazada) celebró la llegada al Parlament, no de un diputado musulmán, hijo del lobby local (más caciquismo) sino del islam, y el peronismo llevó al poder al primer presidente nacido en una familia musulmana, Carlos Menem, bautizado, eso sí, porque la Constitución argentina exige que quien ocupe el cargo sea católico.
He escrito hace tiempo, y me ratifico en ello, que el pelotazo felipista tuvo su complemento perfecto en las celebraciones de pizza con champán que caracterizaron el pelotazo menemista, más hortera que si fuera marbellí. González se relacionó muy estrechamente con Menem y con Carlos Andrés Pérez, como ahora con Hugo Chávez, con quien acaba de mantener una charla de cinco horas. Tenían la misma moral. Los de ahora son peores: son las ratas de gimnasio, casi olímpicas, que sobrevivieron al naufragio de 1996 por selección natural (recordemos que Darwin fue preciso: no sobreviven los mejores ni los más fuertes, sino los que mejor se adaptan).
Para que la corrupción prospere (y vaya si prospera, aunque la prensa la trate de ayuntamiento en ayuntamiento para que el fenómeno no se vea en su conjunto), hay que contar con la vista gorda de la policía y de al menos una parte de la judicatura. Grande-Marlaska no confía en Telesforo Rubio, y nadie que no sea Juan del Olmo confía en los encargados de las mochilas del 11-M: son síntomas muy graves. Respecto de los jueces, estamos haciendo un aprendizaje argentino: cualquier argentino que lee en un periódico acerca de un hecho delictivo cualquiera, desde una estafa bancaria hasta un asesinato de notable, pasando por algún desfalco, busca el nombre del juez para saber qué va a pasar: todo el mundo conoce el talante, con perdón, de cada magistrado, sabe si excarcelará a un delincuente o lo condenará, sabe si aplicará la ley o no. Nos acercamos a eso: tenemos un fiscal Pumpido que dice “lo que los jueces tienen que hacer”, una barbaridad política y un gesto de pésima educación, además de una intervención indebida en la independencia de los jueces. Y el público, ya que no la opinión pública, que en una sociedad democrática es un factor activo, sabe esas cosas y se limita cada vez más a la condición de espectador. Los grandes comunicadores hablan de “judicialización de la política” y, en el mejor de los casos, de “politización de la justicia”, pero son perfectamente conscientes de que lo que está ocurriendo es que el delito se ha convertido en el pan de cada día en la política.
Cuando se habla de sueños, de soluciones obvias a cosas que hay que resolver, ya que eso es lo que se sueña, la gran fórmula argentina es: “No se va a poder”. Habría que hacer una limpieza en la Suprema Corte de Justicia para que no esté al servicio del ejecutivo, sí, pero no se va a poder. Habría que impedir que los diputados y senadores se aumenten sus ya sustanciosos sueldos y sus delirantes pensiones, sí, pero no se va a poder. Habría que limitar los poderes de los gobernadores provinciales, sí, pero no se va a poder. Porque la Suprema Corte se reforma a sí misma, los diputados y senadores no representan a nadie más que a sí mismos, y los gobernadores, horca y cuchillo. Lo saben los argentinos, lo están aprendiendo los españoles de la era Zapatero: no se va a poder. Habría que llevar agua a Valencia y a Murcia, sí, pero no se va a poder. Habría que resolver el problema de los macroprecios de la vivienda, sí, pero no se va a poder. Habría que poner a los terroristas en vereda, sí, pero no se va a poder. Carod (y la clase política y social y cultural en la que se ha infiltrado) quiere el agua, toda el agua, para Cataluña y contra los demás, que no son más que españoles; da pena ver al promotor de un plan hidrológico, al que legó su nombre, el plan Borrell, en plena amnesia diciendo que esos planes son perjudiciales y que lo que hay que hacer es desalar, que es lo mismo que preparar la salinidad de las costas para que las medusas prosperen y los viejos obreros y tenderos europeos jubilados empiecen a viajar al Caribe en vez de venir a España. El partido del ladrillo sigue gobernando y hasta tiene plaza en el nuevo Banco de España, que de una vez por todas será del partido y no de la nación. En cuanto a los terroristas, también tienen poder, tanto que el presidente se sentará con ellos a dialogar, aunque no de precios políticos, no: jugarán al mus, que dicen que Otegui es bueno en eso y ya hemos visto las señas discretas que hace Chapote.
No se va a poder. Como en la Argentina. Socialismo o muerte. ¿Hay elección?