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DRAGONES Y MAZMORRAS

La alquimia del dolor

La alquimia del dolor funciona a veces de manera tan evidente que hasta es terrible tener que admitir que para muchas cosas, entre otras cosas para crear belleza, cierta dosis de desdicha, o al menos de excepción, es ciertamente necesaria.

La semana pasada terminé mi crónica con la conferencia de Semprún (don Jorge) en la Residencia de Estudiantes y se me olvidó hablarles un poco de los asistentes, porque a diferencia de lo que ocurre con los actos solidarios con Israel (recuerden que también les hablé de la fiesta de su Embajada), aquí no corren peligro de represalia alguna. Además de un nutrido número de admiradores del conferenciante, y de los fieles de la Casa, estaban algunos amigos personales de Semprún, de esos de toda la vida, como Javier Pradera, o “los Tusquets”, es decir, Beatriz de Moura y Toni López Lamadrid, —que además son sus editores— así como Eduardo Arroyo, el pintor, quien, durante el coloquio, tomó la palabra para recordar que Sartre murió con Sartre, cosa que él (Arroyo) se dio perfectamente cuenta el mismo día de su entierro que fue multitudinario, para empezar, porque los franceses entierran a sus notables con un boato increíble y después, porque —Semprún dixit— “a la izquierda nos gustan mucho los entierros”, aunque para mí, en el caso de Francia prevalece lo primero sobre lo segundo, con ser bien cierto eso de que a la izquierda, y especialmente a los comunistas, les encanta enterrar.

Sin salirme del recuerdo del comunismo español más agraz, representado sin duda en su momento por el que fuera después uno de sus más reputados disidentes (sigo refiriéndome a Jorge Semprún, al que su hermano Carlos llama el “ex todo”), esa misma semana, concretamente el viernes, tuve ocasión de conocer a una de sus víctimas (quiero decir del comunismo), el señor Ángel Gutiérrez, un “niño ruso” que lleva veinte años en Madrid dirigiendo el Teatro de Cámara Chéjov. Como no hay mal que por bien no venga, esa forzada deportación de la que fue objeto en su infancia, como tantas otras criaturas infelices que, por esa inexplicable alquimia de la desdicha, también han logrado salir adelante, incluso triunfar en la vida, le ha convertido en uno de los grandes directores de teatro español. Este último extremo no está reconocido por la oficialidad teatral, que no es, como algunos piensan, la dictada por la política cultural gubernamental de turno, sino la constituida por toda esa grey esclerotizada y estereotipada que sustenta lo progre y que vocea, se planta y se premia a sí misma, por los siglos de los siglos, amén, estructurada en un férreo montaje asociativo, calcado de ese comunismo anhelado, del que han intentado huir desaforadamente todos los que tuvieron que sufrirlo en la realidad.

Pues bien, aunque algunos crean que fue un privilegiado por haber “disfrutado” de las ventajas de una civilización reputada en su día como superior (cuyos tempranísimos errores y horrores tardaron tanto en salir a la luz, gracias entre otros a señores como el citado Sartre que pasará a la historia por eso, y por haber escrito una de las peores novelas de la segunda mitad del siglo XX, me refiero a La naúsea, sólo superada por las novelas de Alberto Moravia) Ángel Gutiérrez tiene una historia llena de contrariedades y, tal vez por ello mismo, totalmente extraordinaria, que le llevó al estudio de las artes y en particular, de las artes escénicas, las más mimadas, junto a las actividades deportivas, por los regímenes totalitarios. Su encuentro con el cineasta Tarkovski fue definitivo y le llevó nuevamente al exilio, esta vez ya en forma de repatriación a España, donde se instaló en 1974. Aprovecho para hacer una digresión sobre el destino de tantos “niños rusos” que se vieron, algunos, encarcelados y otros relegados a la más absoluta miseria, en aquel felizmente fenecido “paraíso” y por los que ninguno de los gobiernos de España ha hecho nada, cuando, por el contrario, se han desvivido por los ex brigadistas a los que, con todos mis respetos, maldita la falta que les hace ser españoles.

Pero volviendo a Ángel Gutiérrez, ya en Madrid, creó en 1980 el Teatro de Cámara Chéjov, en la calle San Cosme y San Damián 3, muy cerca del Museo de Arte Reina Sofía, el mismo al que acudí el pasado viernes, donde se representa, hasta finales de este mes de mayo, El sueño de una noche de verano, del grandísimo Shakespeare. Les recomiendo muy vivamente que no se lo pierdan y si no, que estén atentos a la próxima obra. Ahí me di cuenta de que, efectivamente, esa alquimia del dolor funciona a veces de manera tan evidente que hasta es terrible tener que admitir que para muchas cosas, entre otras cosas para crear belleza, cierta dosis de desdicha, o al menos de excepción, es ciertamente necesaria. Ya la propia disposición del recinto indicaba una sensibilidad diferente, otro registro, situado en los antípodas de lo que suele ser habitual por estos pagos. La acogedora compenetración de los espacios, escena y público crea un ambiente propicio a la magia de la representación teatral, tanto más necesaria cuando la comedia de Shakespeare es pura fantasmagoría. Esa otra cosa que hace tan especial al montaje de Ángel Gutiérrez es, cómo no, la incorporación de elementos coreográficos de fuerte influencia rusa, e incluso soviética —en lo que tiene de vanguardista esta acepción aplicada al teatro y a la danza— que producen un efecto estético sorprendente y que prolongan, más allá de la representación misma, el efecto catártico del teatro.


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