Otros, en cambio, presa de una candidez a prueba de balas, son manipulados y entran por la variante del keynesianismo pensando que reencauzan el sistema en lugar de hacer lo que hacen: destruirlo.
El propio John Maynard Keynes se encarga de despejar con claridad meridiana las dudas sobre su filiación al escribir, en el prólogo a la edición alemana de su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero –en 1936, es decir, en plena época nazi– : "La teoría de la producción global, que es la meta del presente libro, puede aplicarse mucho más fácilmente a las condiciones de un Estado totalitario que a la producción y distribución de un determinado volumen de bienes obtenido en condiciones de libre concurrencia y de un grado apreciable de laissez-faire". Sin duda que es así. Allá donde se aplicaron sus recetas, el resultado operó en dirección al espíritu de la planificación totalitaria. A confesión de parte, relevo de prueba.
Dadas los renovados entusiasmos por este autor, conviene volver sobre algunos de sus pensamientos. Keynes propugnaba, entre otras cosas, "la eutanasia del rentista y, por consiguiente, la eutanasia del poder de opresión acumulativo de los capitalistas para explotar el valor de la escasez del capital". Respecto de las barreras aduaneras, proclamaba "el elemento de verdad científica de la doctrina mercantilista". En tiempos de consumo de capital, aconsejaba el deterioro de los salarios a través de la inflación, para que los trabajadores creyeran que mantenían su nivel de ingresos: "La solución se encontrará normalmente alterando el patrón monetario o el sistema monetario de forma que se eleve la cantidad de dinero, más bien que forzando a la baja de la unidad de salario". Esto es, precisamente, lo que se ha hecho en muy diversos lares.
La consecuencia de aplicar las medidas keynesianas de aumento del gasto público y expansión monetaria para financiar el déficit es el consumo de capital y la contracción real de los salarios, aunque nominalmente suban.
Es verdaderamente curioso, pero uno de los mitos más llamativos de nuestra época sostiene que fue el keynesianismo el que salvó al capitalismo del derrumbe en los años treinta, cuando fue exactamente lo contrario: fue por las políticas keynesianas que surgió la crisis, y ésta se prolongó por la persistencia en aquéllas. La crisis se gestó como consecuencia del desorden monetario derivado del abandono de facto del patrón oro, que imponía disciplina (el abandono de iure se produjo en Estados Unidos en 1971. Por cierto, Keynes se refería peyorativamente al metal amarillo como "esa vetusta reliquia").
Tal como lo explican Milton Friedman y Anna Schwartz, Benajamin Anderson, Lionel Robbins, Murray Rothbard, Jim Powell y tantos otros pensadores, Roosevelt, contraviniendo lo que prometió en su campaña para desalojar a Hoover, y al mejor estilo keynesiano, optó por acentuar la política monetaria irresponsable y el gasto estatal desmedido, a lo que hay que agregar su intento de domesticar a la Corte Suprema con una legislación que finalmente creó entidades absurdamente regulatorias de la industria, el comercio y la banca; legislación que intensificó los quebrantos y que, al fijar salarios en plena debacle, llevó la cifra de paro hasta los catorce millones.
No hay alquimias en economía. De lo que se trata en una sociedad abierta es de contar con marcos institucionales civilizados que respeten los derechos de propiedad y permitan las mayores tasas de capitalización, para que los salarios e ingresos resulten tan altos como las circunstancias lo permitan. Si los aparatos estatales se entrometen en las vidas y haciendas ajenas, el resultado, necesariamente, será el desvío de los siempre escasos factores productivos hacia áreas y sectores distintos de los preferidos por la gente, al tiempo que se cercenarán las libertades individuales en beneficio de una camarilla de burócratas.
© Diario de América
El propio John Maynard Keynes se encarga de despejar con claridad meridiana las dudas sobre su filiación al escribir, en el prólogo a la edición alemana de su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero –en 1936, es decir, en plena época nazi– : "La teoría de la producción global, que es la meta del presente libro, puede aplicarse mucho más fácilmente a las condiciones de un Estado totalitario que a la producción y distribución de un determinado volumen de bienes obtenido en condiciones de libre concurrencia y de un grado apreciable de laissez-faire". Sin duda que es así. Allá donde se aplicaron sus recetas, el resultado operó en dirección al espíritu de la planificación totalitaria. A confesión de parte, relevo de prueba.
Dadas los renovados entusiasmos por este autor, conviene volver sobre algunos de sus pensamientos. Keynes propugnaba, entre otras cosas, "la eutanasia del rentista y, por consiguiente, la eutanasia del poder de opresión acumulativo de los capitalistas para explotar el valor de la escasez del capital". Respecto de las barreras aduaneras, proclamaba "el elemento de verdad científica de la doctrina mercantilista". En tiempos de consumo de capital, aconsejaba el deterioro de los salarios a través de la inflación, para que los trabajadores creyeran que mantenían su nivel de ingresos: "La solución se encontrará normalmente alterando el patrón monetario o el sistema monetario de forma que se eleve la cantidad de dinero, más bien que forzando a la baja de la unidad de salario". Esto es, precisamente, lo que se ha hecho en muy diversos lares.
La consecuencia de aplicar las medidas keynesianas de aumento del gasto público y expansión monetaria para financiar el déficit es el consumo de capital y la contracción real de los salarios, aunque nominalmente suban.
Es verdaderamente curioso, pero uno de los mitos más llamativos de nuestra época sostiene que fue el keynesianismo el que salvó al capitalismo del derrumbe en los años treinta, cuando fue exactamente lo contrario: fue por las políticas keynesianas que surgió la crisis, y ésta se prolongó por la persistencia en aquéllas. La crisis se gestó como consecuencia del desorden monetario derivado del abandono de facto del patrón oro, que imponía disciplina (el abandono de iure se produjo en Estados Unidos en 1971. Por cierto, Keynes se refería peyorativamente al metal amarillo como "esa vetusta reliquia").
Tal como lo explican Milton Friedman y Anna Schwartz, Benajamin Anderson, Lionel Robbins, Murray Rothbard, Jim Powell y tantos otros pensadores, Roosevelt, contraviniendo lo que prometió en su campaña para desalojar a Hoover, y al mejor estilo keynesiano, optó por acentuar la política monetaria irresponsable y el gasto estatal desmedido, a lo que hay que agregar su intento de domesticar a la Corte Suprema con una legislación que finalmente creó entidades absurdamente regulatorias de la industria, el comercio y la banca; legislación que intensificó los quebrantos y que, al fijar salarios en plena debacle, llevó la cifra de paro hasta los catorce millones.
No hay alquimias en economía. De lo que se trata en una sociedad abierta es de contar con marcos institucionales civilizados que respeten los derechos de propiedad y permitan las mayores tasas de capitalización, para que los salarios e ingresos resulten tan altos como las circunstancias lo permitan. Si los aparatos estatales se entrometen en las vidas y haciendas ajenas, el resultado, necesariamente, será el desvío de los siempre escasos factores productivos hacia áreas y sectores distintos de los preferidos por la gente, al tiempo que se cercenarán las libertades individuales en beneficio de una camarilla de burócratas.
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