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HISTORIA DEL PNV

Juegos de espías

Cuando a la gente normal un plan se les hunde u ocurre algo inesperado, se le echa la culpa a un error, a la mala suerte, a la improvisación, a cualquier contingencia. Los peneuvistas se la echan a los servicios secretos.

Cada uno tiene sus obsesiones: los masones, los judíos, los rojos, las mujeres (o los hombres), los curas... En el caso del PNV, se trata de los espías. ¿Un grupo de víctimas del terrorismo y de resistentes a ETA se organizan en ¡Basta Ya! y plantan cara a los chicos de la gasolina? La explicación sólo puede estar en sobres repletos de fajos de billetes. ¿Recuerda Libertad Digital las declaraciones de Javier Atutxa de 1992 sobre la vinculación de Egunkaria con el entramado terrorista? Esos datos no pueden provenir del archivo de la Agencia Efe, sino de una carpeta entregada por un hombre que viste una gabardina con el cuello subido. Semejantes explicaciones revelan mucho de la mentalidad que guía los comportamientos de los jelkides. No conciben que nadie se arriesgue desinteresadamente ni que las palabras que dicen se archiven. Si el PNV ve espías y conspiraciones por todas partes, es porque a lo largo de su corta historia sus miembros se han relacionado demasiado con aquellos y ha participado en muchas de éstas.

Centrémonos solamente en los últimos 60 años de la risible historia del PNV. En la primavera del 36, Telesforo Monzón, entonces militante del PNV y en la transición de HB, asistió a reuniones en Guipúzcoa en las que se tramaba la rebelión de las derechas contra el Frente Popular. En el verano, comenzado ya el Alzamiento, por Bilbao circularon rumores de que el partido nacionalista, entonces muy confesional, estaba en contacto con el Gobierno inglés para recibir armas con las que enfrentarse a los rojos. A la vez, en esas semanas cruciales, entre julio y septiembre, los dirigentes del PNV trataron con agentes de los dos bandos que querían captarles y se vendieron al que hizo la mejor oferta, en este caso, el Estatuto de Autonomía concedido por el Gobierno de Francisco Largo Caballero.

Con su Gobierno autónomo, el PNV no paró de jugar a dos barajas a tenor de cómo marchara la guerra. Cuando comenzó el avance de las tropas de Mola (en su mayoría navarros y vascos) sobre Bilbao, los jelkides mantuvieron contactos con diplomáticos italianos y mensajeros del Vaticano para pactar una paz separada y abandonar a sus aliados del Frente Popular. El asunto acabó en la rendición en Santoña y Laredo de unos 30.000 hombres a las tropas de Benito Mussolini. También se tanteó a los británicos (el nacionalismo vasco burgués siempre ha padecido de anglofilia), pero éstos prefirieron hacerse los suecos. Pese al desastre, el PNV no se enmendó. En 1938, el lehendakari José Antonio Aguirre y el presidente de la Generalitat, Lluis Companys, enviaron a Londres y París una propuesta para que estas potencias constituyesen sendos protectorados en Euzkadi y Catalunya, que a cambio tendrían políticas exteriores favorables a ellas.

Tras la derrota del Frente Popular, el jelkide Jesús María Leizaola propuso al PNV como medio de lucha contra el régimen franquista la penetración en su aparato administrativo, que hombres de confianza ingresasen en Falange, el funcionariado y demás organismos y pasasen información.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el PNV se presentó a los dos bandos. Pese a que los alemanes habían bombardeado Guernica y apoyado a los nacionales, grupos de peneuvistas confiaban en que la victoria nazi, probable hasta principios de 1943, les permitiera obtener unas migajas. Se adujo el carácter pre-indoeuropeo de los vascos como argumento agradable al Tercer Reich. Tanto en Bilbao como en San Sebastián hubo contactos entre los espías y diplomáticos nazis con los separatistas. En el País Vasco francés, como en Bretaña y Cataluña Norte, muchos nacionalistas se acercaron a los ocupantes a ver si caía una “Guatemalita”. Entre los abertzales colaboracionistas destacó Eugène Goyeneche.

Pero el PNV también rondó a los Aliados. A fin de cuentas, el Gobierno vasco y los burukides exiliados estaban refugiados en Gran Bretaña y Estados Unidos. Con los objetivos de congraciarse con el vencedor y de que éste le hiciese el favor de derrocar a Franco, el PNV puso al servicio de los Aliados una organización de fuga entre Francia y España, y también de espionaje. Un puñado de vascos formó el batallón Guernica, que combatió en la liberación de Francia. Luego, el mando aliado entrenó a 114 vascos en las cercanías de París en la lucha de comandos. Su misión, según dicen los abertzales, era, ni más ni menos, que participar en la conquista del refugio alpino de los nazis en Baviera. Sin embargo la guerra acabó sin que la aguerrida unidad pudiera lucirse. Entonces, el PNV trató de aprovechar a esos hombres en la invasión de España, hasta que comprobó que la fuerza no era lo suyo.

Aunque los nacionalistas consideraron que EEUU les había traicionado al dejar que el franquismo perviviera, no se rompieron los vínculos con ellos. José Antonio Aguirre puso su red a disposición de la OSS y de la CIA para vigilar a movimientos de izquierdas en Iberoamérica, aprovechando las casas vascas y la camaradería de la guerra con los socialistas y los comunistas. Dos de estos espías fueron Antonio Irala y Jesús Galíndez. La historia de éste es un ejemplo de doblez. Acabó exiliado en la República Dominicana. El dictador Leónidas Trujillo se encaprichó de él y le hizo profesor de derecho, funcionario del Ministerio de Exteriores y preceptor de sus hijos. Así vivió unos seis años. En 1946 se trasladó a Nueva York, donde entró en la delegación del Gobierno vasco que dirigía Irala. Fue nombrado profesor en la Universidad de Nueva York y aprovechó sus conocimientos de la dictadura de Trujillo para escribir una tesis doctoral sobre ella. Al poco de presentarla, desapareció. La versión de sus correligionarios es que Trujillo le hizo secuestrar y trasladar a la isla, y allí le torturó y asesinó, pero no está comprobada. En compensación por su colaboración en la lucha anticomunista (Aguirre llegó a expulsar del Gobierno vasco al consejero del PCE), los abertzales recibían fondos y respaldo del Departamento de Estado para mantener sus delegaciones en la ONU y en otros países occidentales, lo que constituía un medio para pinchar a la España franquista.

Cuando ETA empezó a actuar, el PNV decidió montar unos grupos paramilitares. De la tarea se encargó Joseba Rezola, uno de los jerarcas del PNV rendidos en Santoña a los fascistas italianos y que fue nombrado vicelehendakari en 1963. Varias docenas de jóvenes nacionalistas recibieron en el País Vasco francés, con la benevolencia (suponemos que nada gratuita) de los Gobiernos franceses, instrucción ideológica y formación militar. Para ello, el PNV volvió a contactar con los militares yanquis y el coronel británico que habían adiestrado a sus soldados en 1944-45. Como dice Jon Juaristi, Rezola “enseñó a los de EGI [juventudes del PNV] cómo se ponían las bombas”. Bastantes de estos muchachos, ya entrenados, se pasaron a ETA, más combativa que el viejo PNV. Otro de los profesores fue Joseba Emaldi. Éste reconoce en un libro suyo que desde su huida de España en los años 40 contó con la ayuda de los servicios secretos británicos. En los años 60, el PNV negoció con el IRA para que aceptara entrenar en Irlanda a cuatro jóvenes.

Rezola, Jesús María Leizaola y Juan Ajuriaguerra querían usar su pequeño ejército para, en caso de la muerte de Franco, ocupar el poder y enfrentarse a ETA. Le pusieron el nombre de la nefasta policía nacida en la guerra, Ertzaña. Aparte de estar entrenados en la lucha, sus miembros elaboraron listas de personas adictas al régimen y prepararon planes para la ocupación de pueblos, como ya se había hecho en los años 40.

Estas partidas aparecieron en la transición en actos del PNV, como el Alderdi Eguna y el Aberri Eguna de 1977. Como los guerrilleros de Cristo Rey, tenían las manos largas. Con los más fieles de ellos, el Gobierno vasco de Carlos Garaikoetxea empezó a formar la nueva Ertzaintza que le concedía el Estatuto de Guernica. Veinticinco de ellos se entrenaron, bajo supervisión de expertos británicos, en la finca de Berroci, en Álava. Dispusieron de armas de fuego, aunque ninguna ley les autorizaba a tenerlas. Todos ellos ocupan ahora los más altos cargos en la Ertzaintza.

Los berrocis estuvieron implicados en las escuchas telefónicas a Garaikoetxea en 1986 cuando éste preparaba un nuevo partido. Por esas fechas, Arzalluz publicó un libro de recopilación de artículos aparecidos en el diario Deia. En uno de ellos escribía lo siguiente: “En este país todavía se espía, se vigila, se hacen dossieres para sacarlos en momentos oportunos, para cohibir o chantajear. No vamos a ser tan ingenuos de pensar que en otros países de democracia consolidada no suceden estas cosas y otras más graves. Pero aquí, repito, tenemos la sensación de que están al orden del día y de que todavía siguen vigentes gran parte de los métodos hoy ilegales, que se practicaban en el período autocrático”. El presidente del EBB sabía de lo que hablaba.

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