Tenía 56 años. Era un jurista extraordinario, formado en Duke University, a quien todos auguraban un deslumbrante futuro, quién sabe si hasta en la Corte Suprema de Estados Unidos. A nadie se le podría pasar por la cabeza tratar de sobornarle o de influir en sus decisiones. Era incorruptible, y famoso por la ponderación de sus sentencias. Era compasivo cuando valía la pena, porque existían elementos que aconsejaban atenuar la sanción, pero severo cuando tenía que serlo, porque poseía plena conciencia de que la sociedad, que periódicamente le elegía para ese delicado cargo, esperaba de él que volcara todo el peso de la ley sobre ciertos culpables especialmente perjudiciales.
Es por gente como Roberto Piñeiro que Estados Unidos forma parte del Primer Mundo. La calidad y la legitimidad de los Estados se miden por el nivel de excelencia de su sistema judicial y por la probidad de sus jueces. Sin este factor no hay desarrollo ni convivencia civilizada.
Les cuento, como contraste, una historia reciente que explica por qué una parte sustancial de América Latina no consigue ni conseguirá despegar, y si lo logra volverá a despeñarse. Sucedió recientemente en un país andino, pero, en mayor o menor grado, pudiera ocurrir (y ocurre) en al menos 15 de la veintena de naciones latinoamericanas.
Eran las fiestas de Navidad, y una muchacha de familia muy pudiente, más locuela que mala, mezcló alcohol y cocaína y con su auto atropelló a un peatón, huyó del lugar y chocó tres veces mientras trataba de escapar de la policía. Finalmente, la joven, digamos que se llama Sabrina, fue detenida y encarcelada. Los delitos eran serios y su conducta, muy reprochable.
Hasta ese punto la anécdota no parece tener importancia. Pero entonces comenzó a actuar un abogado de la familia de la manera en que en su país se resuelven estos problemas. Salió a la calle con un maletín lleno de dinero y, tras sacar a la niñata de la cárcel con una leve fianza, comenzó por comprar a la policía, que cambió el atestado del caso. Compró al peatón herido para que no acusara a su cliente. Compró a los testigos para que anularan o modificaran sus declaraciones. Compró al fiscal para que redujera sustancialmente el grado y tipo de delito imputado a su cliente. Compró al juez para que dictara una sentencia absolutoria y, en el colmo de la prestidigitación, compró al oficial del juzgado para que ni siquiera quedaran rastros del juicio. El expediente desapareció. La noche loca de la muchacha borracha y drogada se saldó con la impunidad total de la susodicha por menos de veinte mil dólares.
¿Cómo se ha llegado a ese nivel horizontal de corrupción, donde casi todos los agentes sociales están dispuestos a violar la ley si el precio es adecuado? Muy sencillo: si muchos funcionarios, electos o designados –a veces, incluso, hasta los propios jefes de Estado–, roban, venden influencias, aceptan coimas, practican el clientelismo, benefician a los amigos y tratan de controlar a los jueces para beneficio propio y perjuicio de los adversarios, ¿cómo extrañarse de que el aparato judicial completo, desde los funcionarios que supuestamente persiguen los delitos hasta los que supuestamente juzgan a los delincuentes, acabe vendiéndose a quien mejor pague? No puede haber sistemas selectivos de justicia. O hay justicia para la totalidad o acaba por no haber justicia para nadie, porque la gangrena se extiende por todo el tejido social.
No es una casualidad que las naciones más avanzadas del planeta sean las menos corruptas y, al mismo tiempo, las que poseen mejores y más equitativos sistemas judiciales. Eso, claro, cuesta mucho dinero, porque exige contar con buenas facultades de Derecho, legisladores sensatos, policías razonablemente remunerados y mejor reclutados; jueces bien formados, independientes, alejados de las presiones políticas, con salarios decentes y reconocimiento social. Las sociedades que no estén dispuestas a pagar ese precio jamás conseguirán abandonar el Tercer Mundo. En América Latina, hasta ahora, no pasan de cuatro o cinco los países dispuestos a ese sacrificio.