Durante dos décadas, Irlanda fue puesta como ejemplo de exitoso reformismo liberal, y en la presente crisis se la ha alabado por contar con un gobierno decidido a adoptar las medidas de austeridad necesarias para reducir el déficit. Pese a todo, los mercados financieros siguen apostando por que tendrá que suspender pagos o ser rescatada por la Unión Europea. Si esto no da para un festín de demagogia keynesiana, ya me dirán.
Sin embargo, convendría no mezclar los delirios con la realidad. Una cosa es que las reformas liberalizadoras impulsaran el crecimiento del tigre celta (en los 80, época de alto gasto público y altos impuestos, la economía creció a una media del 2,6% anual; en el siguiente decenio, cuando se aplicaron importantes reducciones del gasto y de los impuestos, el crecimiento medio anual se disparó hasta el 6,9%) y otra, que una economía como la irlandesa sea capaz de resistir los auges maniacodepresivos provocados por nuestro nada libre sistema financiero. Ni Irlanda, ni Islandia, ni España, ni Estados Unidos ni ningún otro país que no cierre sus fronteras a los capitales extranjeros puede lograrlo, y mal haríamos si juzgáramos el crecimiento y la prosperidad real que las políticas liberales trajeron a Irlanda a la luz de la hinchazón inflacionista que la orgía crediticia le generó.
El problema que padece Irlanda hoy no tiene que ver ni con sus rebajas de impuestos, ni con su flexible economía, ni con la desregulación, ni siquiera con los timoratos planes de austeridad que ha ido aprobando para reducir su abultadísimo déficit público. Es la consecuencia inevitable de haber padecido durante demasiado tiempo una expansión crediticia demasiado grande. Entre 2001 y 2006, el crédito bancario creció a una media superior al 20% anual, y en el caso de algunos sectores, como el de la construcción, ese incremento llegó al 60% en algunos ejercicios. ¿Quién es el responsable de este monstruoso proceso? Desde luego, no la economía de mercado, sino esa caricatura de sistema financiero libre que sufrimos.
A día de hoy, los depósitos de sus bancos representan en torno al 600% de su PIB –cifra muy por encima de la de España (250%) y Estados Unidos (125%)–, mientras que los activos inmobiliarios con los que pretendían amortizarlas –la garantía última de sus créditos hipotecarios– se han depreciado un 34%. Dicho de otra manera, los activos de los bancos han perdido más de un tercio de su valor, mientras que el de sus enormes pasivos permanece constante. Por necesidad, se ha generado un enorme agujero, cuyo coste se estima en el 50% del PIB pero que, si no logra estabilizarse el sistema bancario a medio plazo, podría llegar a ser mucho mayor. El Estado está empeñado en hacerse cargo de ese agujero –por pensar que la única manera de rescatar a los bancos pasa por inyectarles dinero, cuando no, no lo es–, y por eso debe realizar emisiones masivas de deuda, que ponen en jaque su propia solvencia. Pues el problema de fondo es el que es y no se arregla pasándose unos a otros la patata caliente. ¿Qué economía puede resistir a corto plazo unas pérdidas tan enormes? Ninguna, ni siquiera la liberalizada Irlanda: simplemente, de donde no hay riqueza suficiente no se puede sacar.
Ante esta complicadísima coyuntura, en la que la sociedad irlandesa necesita asumir y reconocer que es mucho más pobre de lo que pensaba, aparecen los tahúres keynesianos clamando que los planes de austeridad son una desgracia para las economías y que la solución a todos los problemas pasa por gastar sin mirar en qué. A la mínima que afloja Irlanda, los keynesianos la azotan por todo ese conjunto de perversiones postmodernas que son la frugalidad, la prudencia, la disciplina y la responsabilidad.
Pero ¿habría estado mejor la economía irlandesa si no hubiera aplicado enérgicas medidas de austeridad? Bueno, en primer lugar convendría rebajar el tono sobre la magnitud y el alcance de estas medidas. Por un lado, la medida de reducción del gasto más sonada (el recorte del sueldo de los funcionarios entre un 5 y un 15%) se revirtió en marzo de este año debido a las protestas sindicales: a los funcionarios se les prometió que en 2011 recuperarían parte del poder adquisitivo perdido (a día de hoy, como es obvio, el Gobierno está planteándose incumplir su promesa de marzo). Por otro, muchas otras medidas del plan de ajuste son realmente contraproducentes y contractivas para la economía, y tienen muy poco de liberales: nuevos tributos sobre el dióxido de carbono y subida del IVA y de los impuestos especiales.
Aun así, pensemos que ese plan de austeridad no se hubiese aprobado jamás. ¿En qué piensan los keynesianos que habría mejorado la situación? Sus primarios razonamientos sostienen que cuanto más elevado es el déficit público, más aumenta la demanda agregada y más crece la economía. No voy a insistir en sus por otro lado archirrefutados errores, pero sí me interesa constatar la ingenuidad de la panacea keynesiana: Irlanda tiene un problema colosal de endeudamiento, al que apenas puede hacer frente con su riqueza, y la solución que propone esta gente pasa por consumir cantidades crecientes de esa exigua riqueza. ¿Con qué fin? Pues a menos que esperen que ese consumo desbocado genere por sí mismo y de manera inmediata una riqueza muy superior a la que se ha consumido, la situación de Irlanda no puede más que empeorar con el vademécum keynesiano.
¿Es eso lo que esperan nuestros brillantes aprendices de brujo? Si atendemos a algunas de sus ocurrencias –como el multiplicador keynesiano–, parece que sí. Pero obviamente esta aspiración es sólo un espejismo, similar a esperar que los panes y los peces se multipliquen: sólo podemos consumir aquello que hemos producido, y la producción no aparece de manera instantánea por el mero hecho de que queramos consumirla. En caso contrario, los países del Tercer Mundo estarían entre las naciones más ricas del planeta.
Para mejor comprender la magnitud del disparate, imaginen que en lugar de un país estamos hablando de una empresa. A finales de año, se enfrenta a unos vencimientos de deuda que superan en mucho su valor total; además, para mayor desgracia, durante los últimos años está vendiendo a pérdidas, de modo que, lejos de obtener las entradas de caja que necesita para saldar parte de la deuda, cada vez se vuelve más pobre. ¿Qué le recomendaríamos a sus directivos? Pues que, a pesar de tenerlo muy complicado –el realismo por delante–, trataran de reducir costes, vender activos y refinanciar su exceso de deuda a fin de año. ¿Qué les recomendarían los keynesianos? No sólo que no redujeran costes, sino que los incrementasen –así, quizá sus trabajadores comprarían una mayor cantidad de productos– y que no vendieran activos, sino que se endeudasen todavía más para acometer nuevas inversiones, despreocupándose por completo de los vencimientos de deuda de fin de año.
Ahora supongamos que la empresa descarta el absurdo plan de salvamento keynesiano y que, pese al recorte de costes y a la venta de activos, termina quebrando. ¿Querría ello decir que el plan keynesiano era el bueno y que, de haberlo aplicado, la compañía hubiere sobrevivido? En ningún caso: la locura financiera que proponían sólo habría adelantado la quiebra y agravado las pérdidas de propietarios y acreedores.
Pues con Irlanda pasa tres cuartos de lo mismo. Su agujero financiero es tan grande, que ni siquiera un plan de austeridad realmente enérgico y omnicomprensivo es seguro que pueda salvarla. Pero, desde luego, agrandar aún más el déficit, mientras se encuentra al borde de la suspensión de pagos, no parece la opción más razonable. Ni para Irlanda ni para ningún otro país, dicho sea de paso.
En definitiva, los problemas de Irlanda son simple y llanamente que se ha comprometido a entregar más riqueza de la que es previsible que pueda generar a medio plazo. El origen de ese problema se encuentra en un sistema bancario privilegiado por el intervencionismo estatal y por los bancos centrales; por ello, la solución no pasa por incrementar aún más las deudas y desembolsos, sino por asumir que se es mucho más pobre de lo que uno creía, racionalizar los gastos y desprenderse de parte de los activos.
Como suele pasar con la izquierda: ellos y su sistema de papel moneda y banca privilegiada generaron el problema (el exceso de deuda), y ellos quieren, ahora, imponer sus nefastas soluciones (asumir todavía más deuda). Será que tienen muy interiorizado aquello que decía Mises de que el intervencionismo genera problemas que, al pretenderse solucionar con nuevas intervenciones, generan nuevos problemas... hasta que el Estado lo termina ocupando todo. Pero, claro está, los liberales no deberíamos entrar en ese siniestro juego.