En algunos casos, el de Gide por ejemplo, se trataba de una vanidad ingenua, pero por lo común había mucho más que ingenuidad. La simpatía de casi todos ellos por Stalin era cualquier cosa menos inocente, como la desplegada más recientemente por Castro, Che Guevara, etc. Quienes han apoyado y apoyan a tales personajes saben sin lugar a dudas que se trata de líderes de sistemas sangrientos y liberticidas. Sin embargo los consideran necesarios, y precisamente en nombre del progreso humano (no en balde se han llamado La Humanidad periódicos como el del Partido Comunista francés o de la Esquerra Republicana de Cataluña). Necesarios porque la humanidad real suele resultar menos progresista y "humana" de lo que ellos creen conveniente.
La necesidad de sangre y Gulag en nombre de tan altos ideales sale a veces claramente a la luz, como en las célebres reacciones de la intelectualidad progre española ante la visita de Solyenitsin a España, en 1976. Pero por lo común es disimulada o negada. Drieu la Rochelle lo explicó en una frase lapidaria: "Los nazis son los cínicos, porque reconocen abiertamente su violencia y su tiranía. Y los comunistas son los hipócritas, porque niegan descaradamente las suyas". La hipocresía suele resultar más productiva, propagandísticamente, que el cinismo.
Viene esto a cuenta de la creciente reivindicación de la figura de Negrín por parte de historiadores, intelectuales y políticos. Lo reivindican como el hombre de ideas firmes e independientes, que sostuvo hasta el final la lucha contra el fascismo en nombre de la democracia, si bien bajo el amparo de Stalin, amparo hecho inevitable por las circunstancias. El mismo Prieto, figura mimada hasta hace poco por las izquierdas, pasa a un lugar secundario y poco atractivo, como opositor a la noble y valiente política de resistencia de Negrín, y como calumniador de éste, al acusarle de títere de los comunistas. Negrín sería una figura egregia de la fantasmagórica "tercera España", comparable al beatificado Azaña, pese a la aversión que llegaron a profesarse ambos.
Pero, como en la admiración a Stalin o Che Guevara, no hay nada inocente en la reivindicación de Negrín. Porque esa reivindicación se hace remitiéndose a las supuestas intenciones del personaje, con perfecto desprecio de los hechos decisivos. Lo mismo valdría calificar a Stalin por sus frecuentes frases humanitarias, pacifistas y democráticas, en lugar de por el brutal sistema totalitario que impuso (y lo impuso, claro está, "en beneficio de la humanidad", empezando por su sector proletario).
Existe en la historiografía actual una tendencia lamentable a dar vueltas a las palabras e intenciones de los políticos, dejando en segundo plano los hechos. Ese método rara vez da frutos, aunque sí mucho juego en falsos debates, a menudo respaldados con dinero público. Pues los políticos, quizá más aún que el resto de los mortales, son contradictorios, y no siempre muy conscientes de lo que realmente quieren. Es fácil entonces apoyarse en unas u otras frases o circunstancias para ofrecer imágenes arbitrarias de ellos.
En el caso de Negrín todo indica que, en el aspecto puramente subjetivo, no fue un títere inconsciente manejado a su antojo por Stalin. Parece haber sido más bien un personaje independiente que sirvió a la política de Stalin –como indudablemente lo hizo–, por convicción política y personal. Pero la cuestión es: ¿de dónde venía esa convicción? No da la impresión de criptocomunista al estilo de Álvarez del Vayo, pero salta a la vista que su prioridad absoluta fue salvar al Frente Popular a cualquier coste. Y el primer coste consistió en poner a su régimen bajo el protectorado de Stalin. Afirmar que pudo hacer tal cosa por servir a la democracia y a la independencia de España ya resulta un absurdo, más evidente si recordamos que Negrín participó en 1934 en el asalto a la legalidad republicana, la cual, sostenida entonces por la derecha, acabó de derrumbarse entre febrero y julio de 1936 cuando las izquierdas volvieron al poder. En otras palabras, Negrín recurrió a Stalin ante todo porque no era un demócrata.
El recurso a Stalin supuso, como ya he analizado en otros lugares, algo muy distinto del recurso a Hitler y Mussolini por parte de Franco, el cual en ningún momento perdió la independencia con respecto a sus aliados. En cambio el Frente Popular sí la perdió en cuanto las reservas de oro españolas quedaron plenamente bajo control soviético, pasando el Partido Comunista español, agente directo y bajo pleno control del Kremlin, a convertirse en el partido decisivo del Frente Popular, especialmente en el ejército y la policía. Negrín fue, con Largo Caballero y probablemente Prieto, el principal autor del envío del oro español a Moscú. Largo Caballero, al percibir tardíamente las consecuencias, intentó resistir el dictado soviético, y fue defenestrado. Lo mismo ocurriría a Prieto posteriormente. Negrín comprendió enseguida la evidencia: que no podría sostenerse en el poder sin el beneplácito de Stalin y de los comunistas. Evidencia también omitida por los hagiógrafos del personaje.
Pero lo que suelen olvidar especialmente los nuevos negrinistas es el coste en sangre de la política de su héroe. Contra todos los pronósticos, la guerra estuvo a punto de terminar en sólo cinco meses y con victoria de Franco, pero se prolongó casi dos años y medio más a causa de la intervención soviética y luego de la política de Negrín, aumentando extraordinariamente el número de víctimas. Incluso cuando se desvaneció cualquier esperanza de ganar la contienda, tras la llegada de los nacionales al Mediterráneo, Negrín prosiguió una lucha encarnizada con el fin confesado de enlazar la guerra española con la guerra europea –no estuvo lejos de conseguirlo--, lo que habría multiplicado por dos o por tres el número de víctimas y de destrucciones. Este elevadísimo coste de la política negrinista no es siquiera tomado en consideración por sus admiradores. Toda la sangre les parece de poca importancia ante la "democracia" defendida, dicen, por Negrín y Stalin.
Hay otros olvidos nada ingenuos: para mantener una guerra perdida desde el otoño de 1937, y ya de manera irrevocable desde abril del 38, el gobierno de Negrín impuso un régimen verdaderamente terrorista en el ejército, y permitió –por lo menos– los sangrientos ajustes de cuentas de los comunistas a otros miembros del Frente Popular, en especial a los ácratas, poumistas y socialistas disconformes. Las checas se aplicaron también a ellos, y sus campos de concentración fueron terribles, según denuncias de numerosos "antifascistas". Todo ello minucias para estos historiadores de simpatías totalitarias: apenas le hacen alguna alusión marginal, si la hacen.
Aspecto; también omitido por sistema, de la política negrinista es su fracaso económico. En su zona, el hambre, manifiesta en las muertes por enfermedades carenciales, cundió como nunca antes o después en el siglo XX español, más que en los años 40, mientras en la parte contraria se mantenía al nivel de preguerra o disminuía.
Y olvidan cuidadosamente los panegiristas de Negrín otra clave del personaje: el inmenso expolio del patrimonio histórico y artístico español, así como de bienes de particulares, incluidos los de trabajadores depositados en los montes de piedad. Ese expolio gigantesco y destructivo se hizo con vistas, confesadas por el propio Negrín, a asegurar, en caso de perder la guerra, un exilio cómodo en especial a los dirigentes, pues a los exiliados de a pie les llegó muy poco, cuando les llegó. El saqueo comenzó ya en 1936 y duró toda la contienda, mientras Negrín exigía a la gente los mayores sacrificios por la victoria.