Mauricio es el arquetipo del españolazo rijoso, un despojo moral cuya exuberancia premoderna lo convierte, paradójicamente, en un ser risible y, por qué no decirlo, entrañable. El caso es que Mauricio ha sido noticia por anticatalán. Sí, sí, lo que oyen. Al parecer, en una de sus luciferinas intervenciones llegó a decir que, entre un indeseable y un catalán, se quedaba con el primero. Quien pronunció esas palabras, insisto, fue Mauricio, esto es, un ente ficticio que, en su deriva descacharrante, suele exudar ese tipo de sandeces, del mismo modo que José Luis Torrente, el antihéroe de la popular saga cinematográfica, es misógino, anticomunista, alcohólico, ultra, obeso, alopécico y hediondo. También anticatalán, por cierto. Baste recordar que el ex comisario, en una de sus peores pesadillas, aparecía hablando en catalán y con la pocilga atestada de gadgets del Barça.
Si mis cuentas no fallan, los desvaríos de Torrente únicamente toparon con la iglesia. En la tercera entrega veíamos al infecto detective pisotear una cruz de Caravaca luego de haberla arrancado del cuello de su abuela. Los dirigentes de la cofradía amenazaron con llevar el caso a los tribunales y Santiago Segura les pidió disculpas, alegando que con esa escena no pretendía sino ilustrar cuán miserable llegaba a ser el personaje que encarnaba.
En cierto modo, Mauricio Colmenero ha topado con otra cofradía, la de los nacionalistas catalanes, fervorosamente dedicados al menosprecio de todo lo que huela a España, al tiempo que ponen el grito en el cielo ante las agresiones sistemáticas de la caverna mediática. Que la agresión, por llamarla de algún modo, provenga de un personaje de ficción que encarna valores mezquinos (y que, por consiguiente, los guionistas consideren que una forma de expresar esa mezquindad es insultar a los catalanes) es un contratiempo menor a la hora de contabilizar la serie Aída como otra poderosísima razón para independizarse de esa España que, ay, no nos quiere.
Farsas de esta índole son las que llevaron a Albert Boadella a proclamar, justamente: "Algunos catalanes están enfermos de paranoia porque creen que España está contra ellos". Me temo que el mal está más extendido de lo que por entonces suponía Boadella; lo que no ha variado un ápice es la naturaleza de la patología, esa grotesca afición a perseguir sombras y, por qué no decirlo, a tratar de neutralizar, en nombre de la tribu, la libertad de expresión.
Volvamos al Bar Reinols (por Burt Reynolds, sí, ése es el nivel). El camarero que atiende la barra es un inmigrante latinoamericano sin papeles al que Mauricio llama Machupichu, huelga aclarar que despectivamente. Asimismo, las alusiones al hecho de que ha llegado a España "cruzando el Atlántico en patera" son tan recurrentes como el indisimulado anhelo de Mauricio de que, dado que es un "mohicano de los cojones", regrese a su país más pronto que tarde.
En cuanto a idolatrías, así como Torrente admiraba al Fary, Mauricio se mira en el espejo de Julián Muñoz. Es precisamente en honor del ex alcalde de Marbella por lo que nuestro lenguaraz restaurador lleva los pantalones hasta los sobacos. Se le conocen, no obstante, filias más rectas y reprobables.
Por lo demás, no sabría asegurar qué es lo que más abunda, si las muestras de racismo o las de homofobia, otra de las especialidades de la casa.
Hasta donde llegan mis noticias, ningún colectivo gay, inmigrante o feminista se ha quejado por el trato que les dispensa Mauricio. En Cataluña, sin embargo, hay quien considera que las palabras de Mauricio sobre los catalanes deben elevarse a los altares del agravio. O lo que es lo mismo, y por seguir con su lógica: que el desprecio de que son objeto los maricones, los inmigrantes y las mujeres no merece escarmiento alguno.
Una última observación: los guardianes de las esencias patrias deberían estar satisfechos, pues la torpeza de los guionistas, al distinguir entre indeseables y catalanes, excluye la posibilidad de que los catalanes lo sean. Ése, en realidad, es el único escándalo admisible.