"Veticico", dijo al final. Veinticinco céntimos por un Marlboro. Uno. El paquete, pues, a cinco euros, cuando vale en el estanco (antes del aumento) tres con diez.
Naturalmente, ése es el ciclo invariable de la miseria: el que compra menos, paga más. El que no entra en los circuitos bancarios, cae en manos de los usureros. De los de antes de Mohamed Yunus.
Me vino a la cabeza una frase que cito de memoria y que, igualmente de memoria, atribuyo a Tiempo de silencio, de Martín Santos: "Las cerilleras de Sol venden los cigarrillos de a uno y hasta les alcanza para mantener un chulo". Está en toda la literatura de la época. Yo, que tenía veinte años y me había criado en un país rico, me asombraba de esas cosas, tanto como un amigo mío que había estado en un país pequeño de América Latina y había regresado admirado de que allí la gente comprara los huevos de a uno, y no por docenas.
Digo que está en la literatura, pero es que estaba en la vida. Lo que más me inquieta de esto que llaman "crisis" y que yo no sabría definir con precisión es la reaparición de esos fantasmas del último franquismo, cuando las casas olían invariablemente a coles y en los hostales se pagaba aparte para ducharse, o sea, antes de que fuésemos europeos.
La otra imagen, también omnipresente en la literatura y en la vida, que ahora regresa es la del realquilado. Hace tiempo que, por la inmigración, se vienen ofreciendo habitaciones, como en los viejos tiempos. Alguna viuda paga un resto de la hipoteca que dejó el finado alquilando un cuarto. Y el tío que lo ocupa es que no tiene para un estudio en Carabanchel.
También proliferan en los barrios del sur de Madrid las costureras que arreglan ropa. Nunca dejaron de existir, ni siquiera en los barrios más acomodados, pero porque la gente engordaba o adelgazaba, que eran cosas de la prosperidad de los años últimos, no porque necesitara hacer durar las prendas.
No sé qué recuerdos tienen los demás del franquismo. Para mí es una época gris y cutre. Y es verdad que la democracia y Europa nos hicieron cambiar de cabeza y de cuerpo: nos hicieron más guapos y más limpios. Y el dinero que hubo nos hizo menos rácanos, un tanto desmedidos. Cuando aún vivía el caudillo, yo tenía un empleo nocturno, en la librería del olvidado Drugstore del Paseo de Gracia, en Barcelona. A las cinco de la mañana abría una bodega de la calle Consejo de Ciento a la que acudían los que, como yo, tomábamos algo antes de irnos a dormir, serenos incluidos, y los que se iban al trabajo. Lo corriente era que esa gente llegara con algo de comer de casa y sólo comprara la bebida.
Era el tiempo de los restaurantes realmente populares, los que cobraban aún menos que el comedor del SEU (cinco duros el menú), donde uno llegaba y se sentaba con los que había en una mesa larga, saludaba, a veces pegaba la hebra y hasta compartía el vino (Baturrico) y la casera. Asunto de una posguerra interminable. Esto está en las novelas neorrealistas italianas, pero a finales de los cincuenta, en Italia, había pasado. En los setenta, hasta bastante después del célebre 20-N, en España continuaba. No sabría decir cuándo terminó, pero no fue pronto. Y, por alguna razón oscura, los turistas no comían en esos sitios. Tampoco eran tantos.
Yo sé que los cigarrillos sueltos y los realquilados anuncian el regreso del olor a coles, del paquetito de olivas y el tocino en la tartera, y el vino o el sol y sombra a granel y de pie. Esto es en verdad la crisis, me parece. No hace falta una guerra civil para que sobrevenga. No hace falta matarse para ser pobre. Basta con que te esquile el Estado y la banca diga que pierde dinero contigo. Lo que hace la ministra Salgado, que de paso aprovecha para importunar a los fumadores, a los que tan obsesivamente odia, al aumentar los impuestos indirectos. Los alcoholes caerán la próxima semana. Uno de los grandes misterios de la dictadura era de dónde salía el dinero público, si nadie pagaba impuestos ni hacía falta convencernos de que Hacienda somos todos: pues de ahí, del tabaco, del Soberano... todo imposición indirecta. Más tranquila. Vas subvencionando a los que mandan y no tienes que pedir un préstamo una vez al año para pagar por trabajar.
Las crisis, de todo tipo, incluso las sentimentales, implican siempre un regreso al pasado, a cuando éramos menos y teníamos menos de todo, de dinero, de amor o de lo que sea que nos faltara.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com
Naturalmente, ése es el ciclo invariable de la miseria: el que compra menos, paga más. El que no entra en los circuitos bancarios, cae en manos de los usureros. De los de antes de Mohamed Yunus.
Me vino a la cabeza una frase que cito de memoria y que, igualmente de memoria, atribuyo a Tiempo de silencio, de Martín Santos: "Las cerilleras de Sol venden los cigarrillos de a uno y hasta les alcanza para mantener un chulo". Está en toda la literatura de la época. Yo, que tenía veinte años y me había criado en un país rico, me asombraba de esas cosas, tanto como un amigo mío que había estado en un país pequeño de América Latina y había regresado admirado de que allí la gente comprara los huevos de a uno, y no por docenas.
Digo que está en la literatura, pero es que estaba en la vida. Lo que más me inquieta de esto que llaman "crisis" y que yo no sabría definir con precisión es la reaparición de esos fantasmas del último franquismo, cuando las casas olían invariablemente a coles y en los hostales se pagaba aparte para ducharse, o sea, antes de que fuésemos europeos.
La otra imagen, también omnipresente en la literatura y en la vida, que ahora regresa es la del realquilado. Hace tiempo que, por la inmigración, se vienen ofreciendo habitaciones, como en los viejos tiempos. Alguna viuda paga un resto de la hipoteca que dejó el finado alquilando un cuarto. Y el tío que lo ocupa es que no tiene para un estudio en Carabanchel.
También proliferan en los barrios del sur de Madrid las costureras que arreglan ropa. Nunca dejaron de existir, ni siquiera en los barrios más acomodados, pero porque la gente engordaba o adelgazaba, que eran cosas de la prosperidad de los años últimos, no porque necesitara hacer durar las prendas.
No sé qué recuerdos tienen los demás del franquismo. Para mí es una época gris y cutre. Y es verdad que la democracia y Europa nos hicieron cambiar de cabeza y de cuerpo: nos hicieron más guapos y más limpios. Y el dinero que hubo nos hizo menos rácanos, un tanto desmedidos. Cuando aún vivía el caudillo, yo tenía un empleo nocturno, en la librería del olvidado Drugstore del Paseo de Gracia, en Barcelona. A las cinco de la mañana abría una bodega de la calle Consejo de Ciento a la que acudían los que, como yo, tomábamos algo antes de irnos a dormir, serenos incluidos, y los que se iban al trabajo. Lo corriente era que esa gente llegara con algo de comer de casa y sólo comprara la bebida.
Era el tiempo de los restaurantes realmente populares, los que cobraban aún menos que el comedor del SEU (cinco duros el menú), donde uno llegaba y se sentaba con los que había en una mesa larga, saludaba, a veces pegaba la hebra y hasta compartía el vino (Baturrico) y la casera. Asunto de una posguerra interminable. Esto está en las novelas neorrealistas italianas, pero a finales de los cincuenta, en Italia, había pasado. En los setenta, hasta bastante después del célebre 20-N, en España continuaba. No sabría decir cuándo terminó, pero no fue pronto. Y, por alguna razón oscura, los turistas no comían en esos sitios. Tampoco eran tantos.
Yo sé que los cigarrillos sueltos y los realquilados anuncian el regreso del olor a coles, del paquetito de olivas y el tocino en la tartera, y el vino o el sol y sombra a granel y de pie. Esto es en verdad la crisis, me parece. No hace falta una guerra civil para que sobrevenga. No hace falta matarse para ser pobre. Basta con que te esquile el Estado y la banca diga que pierde dinero contigo. Lo que hace la ministra Salgado, que de paso aprovecha para importunar a los fumadores, a los que tan obsesivamente odia, al aumentar los impuestos indirectos. Los alcoholes caerán la próxima semana. Uno de los grandes misterios de la dictadura era de dónde salía el dinero público, si nadie pagaba impuestos ni hacía falta convencernos de que Hacienda somos todos: pues de ahí, del tabaco, del Soberano... todo imposición indirecta. Más tranquila. Vas subvencionando a los que mandan y no tienes que pedir un préstamo una vez al año para pagar por trabajar.
Las crisis, de todo tipo, incluso las sentimentales, implican siempre un regreso al pasado, a cuando éramos menos y teníamos menos de todo, de dinero, de amor o de lo que sea que nos faltara.
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