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SALVAMENTO DEL PRADO

¿Ignorancia o mala fe?

Las obras del Prado que terminaron devueltas a España no fueron salvadas de imaginarios “salvajes bombardeos” del bando nacional, sino de los saqueos y destrucciones llevados a cabo por las milicias y organismos de partidos diversos.

Afortunadamente la exposición sobre el “arte protegido” durante la guerra civil no ha sido una copia de la montada por los chicos de Alfonso Guerra en torno al exilio. Es decir, queda claro que el llamado “salvamento de las obras del Museo del Prado” y otras diversas fue un hecho discutible, centrándose la exposición en los aspectos técnicos del salvamento. La Junta del Tesoro Artístico, que formó el Frente Popular, trabajó, en general, de manera técnicamente muy aceptable y con un espíritu dedicado y desinteresado. Otra cosa es el carácter político del trabajo, un verdadero crimen contra la herencia artística e histórica de España, como decía Madariaga.

Quizá por ese carácter, la exposición ha desatado algunas iras. El comentarista de El País, Miguel Mora, criticaba con dureza al director general de Bellas Artes, Joaquín Puig de la Bellacasa, por haber loado a las “personas de los dos bandos que entre el 36 y el 39 defendieron el patrimonio histórico unidos por su pasión por el arte”. La alusión a “los dos bandos” indigna al ignorante o malintencionado periodista, que señala cómo Puig se abstuvo de mencionar “a la República, a Azaña, a Picasso, a Besteiro, a Fernando de los Ríos, a Renau, a Alberti o a Bergamín (personajes más o menos próximos a esta historia de arte protegido, ya fuera pintando, escribiendo o arrimando el hombro)”. Y añade, citando a Tusell: “Tras las primeras quemas de iglesias y palacios, la reacción fue fulminante. Hubo errores, sin duda, pero fue el espíritu regeneracionista de la República lo que salvó el patrimonio”.

Con lo cual, el lector de El País se queda con una impresión perfectamente falsa del asunto. De los personajes mencionados sólo Renau, Alberti y Bergamín tuvieron que ver en los “salvamentos” de obras de arte, y en plan de dirigentes, no de técnicos. Y sobre la calidad de la labor de esos dirigentes puede dar una idea el suceso del palacio de Zabálburu. Se trata de un edificio madrileño con una de las mejores colecciones de libros antiguos del mundo, que fue requisado por la Alianza de Intelectuales Antifascistas, impulsada por Bergamín. Al palacio fueron a vivir Alberti y su mujer, y en él daban fiestas de disfraces, comedias, etc., en plena guerra y penuria de la población. Es conocida la anécdota de Miguel Hernández, hombre honrado que, vuelto del frente, comentó en una de esas fiestas: “Veo aquí a mucha puta y mucho hijo de puta”, recibiendo una fuerte bofetada de María Teresa León, que juzgó inapropiada la observación del poeta. Alberti, por otra parte, manifestó en algunos versos escalofriantes su perfecta indiferencia por las bibliotecas y edificios arrasados por las turbas, indiferencia manifestada por otras muchas personas y entidades del Frente Popular, como por ejemplo el periódico azañista Política.

Pero, en fin, el mero hecho de servir el palacio de Zabálburu como sede de la Alianza, salvó su biblioteca del destino de otras muchas. Ello tuvo un coste, sin embargo. Al terminar la guerra pudo comprobarse que habían desaparecido 90 libros antiguos de valor inestimable, escogidos con pericia evidente, así como la colección de monedas de oro, objetos de plata, etc. A los lectores de El País no les vendría nada mal ser informados de estas y otras manifestaciones del “espíritu regeneracionista de la República”. O podría explicarles el periódico lo ocurrido en el Museo Arqueológico, objeto de otro “salvamento” por el republicano Wenceslao Roces, subsecretario de Instrucción Pública, acompañado de milicianos armados. Los intrusos recogieron todas las monedas de oro que no lograron ocultar los empleados —en lo que arriesgaban la vida— y, ante el asombro del conservador, señor Mateu, procedieron a pesarlas en una balanza, volcando los cartones con las monedas en los gorros de los guardias. Fueron así robadas —no hay mejor palabra— 3.360 monedas de oro antiguas, romanas, griegas, bizantinas, árabes, visigodas, etc. De la mayoría de esas monedas nunca más se supo, formando parte, según unas versiones, del tesoro del Vita, y según otros, de algún otro de los tesoros saqueados y llevados fuera de España por los “regeneracionistas”. El expolio fue realizado, no “tras las primeras quemas de iglesias y palacios”, sino en noviembre, casi cuatro meses después del levantamiento derechista.

Hay otro punto clave ocultado por el informador de El País, y es que las obras que terminaron devueltas a España —una parte de las expoliadas— no fueron salvadas de imaginarios “salvajes bombardeos” del bando nacional, sino de los saqueos y destrucciones llevados a cabo por las milicias y organismos de partidos diversos. Y esos saqueos no se limitaron a los primeros momentos, como malinforma el informador. En fecha tan avanzada como septiembre de 1938, uno de los responsables técnicos del salvamento, Ángel Ferrant, escribía: “Se siguen destruyendo cosas. Principalmente nos apresuramos a recoger todo lo que corre riesgo de que lo quemen cuando vengan los fríos. Sabemos por experiencia la cantidad de buenas imágenes y retablos que, sin poderlo evitar, corrieron esa suerte el año pasado. Es de lo más desolador enterarse constantemente de la desaparición de piezas importantes”.

Conviene, por tanto, distinguir entre la labor entregada de los técnicos que intentaron salvar lo salvable, y los dirigentes políticos que dirigieron la operación y aprovecharon el desinterés y angustia de los profesionales para apoderarse de un inmenso tesoro artístico e histórico. El ejemplo más característico fue el de las obras del Museo del Prado. No había la menor razón para llevarse de allí las pinturas, como demostró el subdirector del museo, Sánchez Cantón, y como demostró la propia conducta del gobierno izquierdista, que siguió sirviéndose del edificio para almacenar, a lo largo de toda la guerra, innumerables piezas artísticas y otros valores para llevarlos luego a Valencia y Barcelona.

Había, además, otra razón para evitar el traslado: los lienzos podían, en último extremo, guardarse en el Banco de España. A tal efecto es indispensable citar siempre, cuando se trata este caso, las terminantes palabras de Salvador de Madariaga: “El cacareado salvamento de los cuadros del Prado, lejos de ser tal salvamento, fue uno de los mayores crímenes que contra la cultura española se han cometido jamás. Madrid poseía precisamente la mejor cámara subterránea quizá entonces del mundo para la protección de tesoros artísticos, recién terminada con arreglo a la técnica más moderna. A los técnicos ingleses que visitaron España entonces se les enseñó un par de cuadros del Greco enmohecidos por la humedad para hacerles creer que esta cámara subterránea no era suficiente. A la sazón presidente de la Oficina Internacional de Museos de la Sociedad de Naciones, pude estudiar documentación suficiente para asegurar aquí que los cuadros del Museo del Prado no debieron haber salido nunca de Madrid, y que no hubieran salido de no haber predominado en el Gobierno de entonces la pasión política más miserable sobre el respeto a la cultura y al arte”.

Queda un problema que quizá nunca se resuelva: ¿para qué quería el gobierno izquierdista esas pinturas? Miles de joyas, cuadros, monedas, colecciones filatélicas, alhajas de trabajadores depositadas en los montes de piedad, etc. etc., podían ser y fueron enajenados fraudulentamente en el mercado internacional, pero obras como las de Velázquez o Goya eran demasiado conocidas para traficar con ellas. Sin embargo el objeto crematístico del traslado no ofrece dudas. He aventurado la hipótesis de que su destino fuera Moscú, como garantía de los créditos concedidos a última hora por Stalin, cuando las reservas de oro españolas estaban oficialmente agotadas. Quizá un día ofrezcan los archivos soviéticos datos al respecto. En todo caso salta a la vista la falsedad de la preocupación “regeneracionista” del gobierno. Éste, al trasladar aquellas obras maestras, las sometió a riesgos espeluznantes, como recordaba Azaña, llegando a almacenarlos al lado de objetivos militares como polvorines o parques de artillería. Si se salvaron de la destrucción fue porque los servicios de inteligencia franquista conocieron su ubicación, evitando su bombardeo.

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