Ahora bien, ¿no es la suya una actitud ultrasolidaria? Y, puestos a discutir lo indiscutible, ¿cabe considerar que el ideal de "dar lo que nos sobra" es la virtud cardinal del ser humano?
Cuando se analiza la cuestión de si la ayuda internacional tiene sentido o, mejor dicho, si es realmente efectiva, generalmente se atiende a criterios meramente utilitaristas. Del lado del liberalismo oímos cómo la redistribución de la riqueza a escala global no palía el hambre, sino más bien lo contrario. Por eso los liberales apuestan por el libre comercio y la globalización. En cambio, la izquierda se opone a esta visión alegando la injusticia y la rapiña con que los países ricos han vampirizado al Tercer Mundo. Con esta perspectiva, el socialismo considera que la obligación del Primer Mundo es dedicar buena parte de sus recursos a la lucha contra el hambre.
Desgraciadamente, ninguno de ambos actores, salvo honrosas excepciones, ha sido capaz de desentrañar la perniciosa filosofía del progresismo y, dicho sea de paso, de buena parte de la derecha, que de buenas a primeras se postula claramente como socialdemócrata.
La esencia del progresismo fue captada por el pensador nazi Heidegger, que cuenta aún con un buen número de seguidores entre la izquierda, al referirse a la "ex sistencia". Este término, entendido como vivir fuera de sí, implica que sólo se es persona cuando se vive para los demás, vinculando el fin último de un individuo a servir a los fines de otras personas, siendo éstas a su vez dependientes de los de otros, y así sucesivamente.
La consecuencia a la que nos conduce esta idea es la imposibilidad de determinar a qué fines "solidarios" debe dedicarse el ser humano. En tal caso, la pregunta que deberíamos hacernos es: ¿por qué sería correcto adoptar la moral progresista, si ésta es totalmente circular? Asumamos por un momento que no hay objeción a la tesis que hemos refutado. Lo importante, viene a decirse, es ayudar a los demás, independientemente de dónde resida el necesitado.
En resumen, se trata de aceptar que la desgracia y la miseria son la norma, y la alegría y la prosperidad, la excepción. Por eso a quienes disfrutan de bienes que exceden del mínimo vital, esto es, de aquello que no se necesita para vivir, se les exige que den todo lo superfluo para que otros vivan mejor. Aunque, como puntualiza una brillante pensadora india, Neera K. Badhwar, esta dinámica es absolutamente antinatural, porque exige al individuo que se sacrifique como si las emergencias fueran el pan nuestro de cada día.
Siendo la existencia un mar de desgracias, se pregunta esta filósofa, ¿para qué, entonces, preocuparse de las constantes penurias, si son incorregibles? Dicho de otro modo, como señala la profesora de la Universidad de Oklahoma: "Si pasáramos toda nuestra vida en un bote, sin un fin a la vista, y el océano estuviera repleto de personas desesperadas, lo tomaríamos como una tragedia en curso contra la que poco, o nada, podríamos hacer, más que contribuir a ello directa o indirectamente".
Este razonamiento presupone que la persona feliz existe sólo para el infeliz, que quien trabaja debe todo al que no trabaja; por lo que no es importante que cada cual intente alcanzar su felicidad, formar su familia, disfrutar de sus amigos o de un buen libro. La felicidad es algo insultante porque no cabe tal cosa cuando hay gente que muere. Ya lo decía el famoso columnista de El País Eduardo Haro Tecglen: "Todos somos culpables de los continentes envilecidos". Otro bienhechor de la intelectualidad avant la lettre mostraba su complejo de culpa de esta guisa: "Fuimos siervos embrutecidos y ahora somos consumidores embrutecidos".
Aún más: podríamos aseverar que el filántropo a tiempo completo, 24 horas, 365 días al año, tiene una enorme responsabilidad: conseguir que haya un número suficiente de necesitados. Si el capitalismo los reduce, entonces habrá que cargar contra semejante sistema económico, que pone en riesgo el sentido de la vida. Lo explicaba la escritora Isabel Paterson con una agudeza fuera de lo común: "Su felicidad es el reverso de su miseria. Si pretende ayudar a la humanidad, toda ella debe estar necesitada. El humanitario desea ser un primer motor de las vidas ajenas. No puede admitir el orden divino o el natural, por el cual el hombre tiene la capacidad de bastarse a sí mismo. El humanitario se pone en el lugar de Dios". Pero se enfrenta a "dos incómodos hechos, uno, que la persona competente no precisa de su ayuda, y dos, que la mayoría de la gente no quiere que se le haga ningún bien".
A pesar de lo dicho, aceptemos que la gente quiera que le ayuden. Pongamos un ejemplo: un individuo A decide ayudar a otro individuo B. A sabe lo que quiere B. Se supone que B no sabe lo que quiere, y que por eso acepta que A le diga lo que hacer con su vida. ¿No es acaso esta filosofía la misma que la pregonada durante el siglo XX por los totalitarismos soviético y nacionalsocialista? ¿No implica ejercer la capacidad divina de decidir sobre los demás hasta el punto de anular su conciencia?
Obviando este nuevo obstáculo, y quizá liberados de un ánimo destructor, podríamos proseguir explicando que si la benevolencia es una virtud, tal y como se concibe por los amigos de los pobres, tiene que ser resultado de las acciones voluntarias de cada uno. De lo contrario, si mediara coacción, no existiría una conducta moral propiamente dicha. En este sentido, cuando alguien nos fuerza a comportarnos correctamente, nunca podremos asegurar que hemos obrado como era oportuno.
Otro tanto se puede decir cuando el Estado utiliza los recursos que ha detraído mediante la fuerza a los ciudadanos, aunque sea para un supuesto bien común o para acabar con males como los que el Gobierno de la vicepresidenta pretende eliminar de la faz de la tierra. Además, si lo pensamos mejor, la actitud de quien utiliza el dinero recabado coactivamente para presentarse como una salvador de la humanidad merece, en lugar del elogio, el escarnio público.
A la hora de intentar defender lo indefendible se nos plantean otros problemas aún más peligrosos. Buen ejemplo de ello es lo que el filósofo Eric Mack ha denominado "leyes de buen samaritano", como las que obligan a un conductor a detenerse cuando se produce un accidente y atender a los heridos. En caso de no hacerlo la ley le castiga como si hubiera sido un homicida. La omisión se pena de igual modo que la acción, aunque no hacer nada no provoque accidente alguno. Este caso es equiparable al de la asistencia al desamparado: en ambos casos, si no atendemos al necesitado, ya sea porque ha chocado con un muro o porque se muere de hambre, somos culpables de su suerte. Así frena la izquierda todo intento humano de disfrutar de la vida.
Badhwar comentaba persuasivamente que el propósito de los "humanitarios con la guillotina", en feliz expresión de Paterson, era "reemplazar la miseria de la pobreza absoluta con la miseria del sacrificio de toda posibilidad de felicidad", lo cual "difícilmente es una mejora". "Si el propósito de nuestra felicidad es irrelevante a la vista de la miseria ajena, ¿cuán importante es la felicidad de aquellos que salvamos de la pobreza, cuando sabemos que, al final, siempre habrá otros tantos que necesiten ser rescatados de la miseria? –se pregunta Badhwar–. Si la felicidad de aquellos a los que ayudamos carece de importancia, ¿cuán relevante será salvarlos?"
Moralmente, la izquierda ha conseguido que creamos que no tenemos ningún derecho a producir, a quedarnos con nuestros bienes y disfrutarlos. El futuro fraternal que prometen está imbuido de la misma ética tribal del neandertal.
No es de extrañar que ese primitivismo haya compelido a De la Vega a callar en el país de la mutilación femenina. Así, el silencio ha sellado su boca, especialmente, cuando se ha reunido con la Nobel de la Paz Wangari Matai, famosa keniata defensora la ablación. Ya se sabe que defender las grandes causas ocupa tanto tiempo que apenas quedan unos minutos para sentir empatía por cualquier mujer africana a la que hayan amputado parte de su cuerpo. Quizá la explicación se halle en que a los socialistas les importa más la solidaridad en mayúsculas que la benevolencia con las personas más cercanas.