Es una estructura de la que, en el mejor de los casos, nos sonará el nombre por haberlo aprendido en los añejos libros de biología de Bachillerato (del de antes, claro).
Hablo de la mitocondria, un tejido en forma de cacahuete que cumple las funciones de central energética celular. Gracias a su trabajo, conocido como fosforilación oxidativa, se genera una sustancia vital para cualquier organismo, la ATP, que no es otra cosa que el catalizador con el que se “cargan las pilas” de la célula. La mitocondria no es, precisamente, una estrella en el mundo de la biología celular. Otras partes de la célula, como el núcleo, reciben bastante más atención. No en vano, en el núcleo se empaqueta la mayor parte del ADN, es él, no cabe duda, el auténtico “personaje de moda”.
Pero ahora Toni Gabaldón, un investigador español que trabaja en Holanda, ha hecho que los medios de comunicación reparen en la presencia de la mitocondria. Y es que su trabajo recién publicado en Science permite reconstruir vagamente cómo fueron los orígenes de este cacahuete energético.
Hace miles de millones de años, una protobacteria primitiva (que se extinguió hace 1.000 millones de años) anidó una célula eucariota joven. Las eucariotas son células un poco más evolucionadas que su precursoras las procariotas y ya tenían un núcleo establecido donde albergar el ADN. La protobacteria invasora, según el modelo de Gabaldón, se convirtió en un parásito útil ya que su presencia obligó a la célula a adaptarse formando el paquete mitocondrial.
Así fue como nació un reducto de tejido que, a parte de amargar los exámenes de los bachilleres, iba a dar un juego inesperado a lo científicos.
Como he dicho, la mayor parte del ADN de los seres vivos queda empaquetado en el núcleo celular. Un pequeño reducto (unos 50 genes entre los más de 30.000 con los que cuenta el ser humano) permanece en la mitocondria. No son genes de gran valor. De hecho se piensa que son genes que han permanecido encapsulados en dicho orgánulo porque son demasiado grandes para escapar de él. Pero son genes pertinaces. Han permanecido de manera casi invariable desde su origen, que es el origen de la especie. Se dice, por eso, que son testigos de la evolución de un ser vivo.
Resulta que estos genes sufren pequeñas alteraciones o mutaciones a un ritmo fijo: cerca de un 1 por 100 de mutaciones cada millón de años. De este modo, los científicos son capaces de datar el origen de una especie animal mediante el rastreo del número de mutaciones de sus genes mitocondriales. En el caso de los humanos sabemos que el primer representante de nuestra estirpe moderna debió de vivir en África hace unos 200.000 años. Como los genes de la mitocondria sólo se heredan de la madre, suponemos que la primera representante de esta especie nueva de Homo sapiens debió de ser una mujer a la que los paleontólogos llaman la Eva mitocondrial.
¿A que ya les va gustando más esto de las mitocondrias? Pues eso no es todo. La medicina forense hace un uso utilísimo del dichoso orgánulo: el estudio de los genes de la mitocondria de células halladas en pelos, uñas, sangre o semen sirve para identificar cadáveres, establecer parentescos o decidir si una persona es culpable de un determinado crimen. Mediante técnicas similares de datación, se ha podido saber que los primeros perros domesticados por el hombre se remontan a unos 135.000 años y se puede reconstruir el árbol genealógico de animales y plantas.
Para colmo, las alteraciones genéticas en el seno mitocondrial están enla base de algunas enfermedades degenerativas raras pero muy graves y de la proliferación de algunos tipos de cáncer, diabetes o infartos por lo que su mejor conocimiento es una fuente de avances para la medicina.
Bienvenida sea, pues, la investigación de Gabaldón y sus colegas aunque sólo sea porque nos ha dado la oportunidad de rescatar del olvido a la industriosa, modesta, silente y vital mitocondria.