El espacio de la privacidad es sagrado. Posiblemente lo más sagrado. Ninguna red política puede apropiarse de esa parcela individual. Ningún discurso ideológico en nuestro mundo occidental puede franquear esa línea que nos define como individuos libres.
Los que tenemos edad, libros y conciencia sobre nuestras espaldas sabemos cómo funcionó la apisonadora ideológica de izquierda y de derecha para aplastar los espacios íntimos y, con ellos, la diversidad de ese yo intransferible.
En la organización de las fobias, el siglo XX fue prolijo.
Conocí a un niño que fue abandonado en un orfanato de Moscú en los años sesenta porque nació con parálisis cerebral. Hoy es un ser inteligentísimo. Que sigue viviendo entre la silla de ruedas y el ordenador. Un Lázaro redivivo. Antes, fue un deshecho. Un ser sobrante. Un niño con "una tara". No apto para la revolución, ni para el socialismo. Nadie como él sabrá jamás de esa vida construida en el esfuerzo y el desamor diario.
Fueron muchos los seres nacidos y crecidos en la adversidad por maldad ajena.
Hubo, me dijeron, cuando estuve en Bulgaria en el verano del 72, un campo de reeducación y trabajo para los jóvenes homosexuales. El campamento tuvo que ser del agrado de Raúl Castro, porque tras un viaje oficial decidió exportar el modelo búlgaro para Cuba. En las Unidades Militares de Ayuda a la Protección (UMAP), el gobierno del dictador les enseñaba a "andar correctamente". Eran seres invisibles que pisaban tierra sin dejar huellas. La represión funciona con este juego de transparencia. Y en aquel verano del 72 me ofrecí como monitora para acompañar a una docena de niños de presos comunistas hasta las playas de la bahía de Varna. Unas semanas después, esos niños volverían a cruzar la puerta de visita de la cárcel de Burgos.
En el entorno de mi juventud en París, recuerdo a una mujer elegante y aún joven que había salido del Revier del campo de Ravensbrück con rasgaduras de cicatrices y carne superpuesta en los brazos, y sin el hijo que esperaba. Un hijo judío, una anomalía. Sonreía siempre. Tenía un rostro lleno de luz.
Sí, una larga tradición de antisemitismo, racismo, misoginia, homofobia nos contempla.
Pero en este nuevo siglo –salvo algunas excepciones, como el historiador Pío Moa, que se declara explícitamente homófobo y cuyo discurso queda articulado entre dosis de compasión seudo-intelectual y desprecio por "las otras sexualidades defectuosas"–, los jóvenes de derecha y de izquierda nada tienen que ver con este pensamiento de exclusión. A nadie en su sano juicio se le ocurriría escribir "Soy antisemita", "Muerte a los búlgaros" o "Viva la misoginia". "A la mierda los árabes". O cualquier brutalidad por el estilo.
Aún así. Nada es obvio.
Retales de odio, sí: leo en el New York Times el relato de la paliza y la tortura de extrema violencia a la que fue sometido un hombre de 30 años por parte de un grupo –ahora entre rejas– que se hacía llamar Latin King Goonies. Sucedió en el Bronx, el pasado día 8. Los agresores eran mestizos. El bestialismo no tiene raza alguna, evidentemente. La homofobia, tampoco.
Sí, retales de aversión siguen proliferando por doquier con palabras hirientes que nacen no del cerebro sino de los genitales. Y, al leerlas o al pensar en ellas, me duelen hasta los párpados. Y me gusta pensar que este pequeño mundo de lectores de este digital liberal es hoy, ante todo, un espacio grato para todos, sin que nadie ose hurgar en lo más sagrado de nuestro sistema: la libertad individual.
En los años en que vivió Saint-Just, en ese mismo mundo en que revolución y terror se dieron la mano, en ese país donde nació la razón, surgió la voz inteligentísima de Théroigne de Méricourt, quien escribiría: "Las mujeres somos el tercer estado dentro del tercer estado". Fue azotada públicamente por las propias revolucionarias a las que defendió, y terminó su vida entre las paredes del manicomio de la Salpétrière de París. Para su desdicha, murió muy vieja y entre batas blancas.
Historias tristes. Menos mal que, en momentos como éstos, siempre nos queda el genial Billy Wilder, que supo definir mejor que ninguno la felicidad, que es, al fin y al cabo, algo muy privado.
–Jerry (Daphne): Osgood, he de ser sincera contigo. Tú y yo no podemos casarnos.
–Osgood Fieldieng III: ¿Por qué no?
–Jerry (Daphne): Pues, primero, porque no soy rubia natural.
–Osgood Fieldieng III: No me importa.
–Jerry (Daphne): Y fumo. Fumo muchísimo.
–Osgood Fieldieng III: Me es igual.
–Jerry (Daphne): Tengo un horrible pasado, desde hace tres años estoy viviendo con un saxofonista.
–Osgood Fieldieng III: Te lo perdono.
–Jerry (Daphne): Nunca podré tener hijos.
–Osgood Fieldieng III: Los adoptaremos.
–Jerry (Daphne): No me comprendes, Osgood. Ahh, ¡soy un hombre! (quitándose la peluca).
–Osgood Fieldieng III: (Sin dejar de sonreír) Bueno, nadie es perfecto.
¡Bendito cine americano!