Como siempre que esto hago no persigo un objetivo concreto y me dejo llevar por la amplitud de la oferta, guiada, eso sí por el oculto radar de mis aficiones. Fue, por tanto, una gran alegría encontrar un libro que me venían al pelo, por tratar un tema, como verán, de una actualidad trepidante. Se trata de Los premios Nobel y su fundador, publicado en la extinta Biblioteca Premios Nobel de la todavía agonizante editorial Aguilar. Su lectura me ha explicado ya de manera definitiva alguno de los enigmas planteados por esos premios que, a veces son tan estrafalarios como enigmáticos, cual el de este año a Elfriede Jelinek, autora austriaca de cuyas cualidades literarias no he oído hablar bien a nadie (si exceptuamos el lenguaje de madera oficial), pero que está aquejada de un idealismo rayano en la fobia social. Los autores eran miembros de la Fundación Nobel, al menos en 1950 (la edición española es de 1959). Tras un bosquejo biográfico del inventor, se analizan, en diferentes capítulos los antecedentes, cláusulas testamentarias, requisitos, procedimientos y estadísticas de cada una de las modalidades.
No se extrañarán si les digo que el capítulo dedicado al de literatura es más exiguo que el dedicado a la medicina y al resto de las ciencias. Es evidente que Nobel tenía un espíritu netamente científico y, de hecho, la literatura no entraba en su primitivo testamento. Sólo la integró en el definitivo, cuando estipuló que uno de los cinco premios anuales se daría –cito textualmente de la traducción española del libro- a "la persona que hubiera producido en el campo de la literatura la obra más sobresaliente de tendencia idealista". En estas dos últimas palabras, y en sus múltiples interpretaciones a través de los tiempos, reside la madre del cordero de todas las arbitrariedades del Premio Nobel de Literatura, que tanto revuelo suscitan todos los años en la prensa. Yo sabía algo de esto por D. Pedro Ortiz Armengol, quien lo mencionaba en su biografía de Benito Pérez Galdós (editorial Crítica), precisamente para explicar el portentoso hecho de que en lugar de haberlo obtenido ese genial escritor de lo hubieran dado al mediocre José Echegaray. Se cuenta en el libro de la Fundación Nobel, que este interés por la literatura le nació al fundador a raíz de una frustración personal, cuando perdió el pleito en Inglaterra sobre la patente de la pólvora sin humo; el inventor se desahogó entonces escribiendo una comedia satírica contra el sistema judicial británico, titulada The Patent Bacillus a la que siguió otra más sobre la muerte de Beatrice Cenci. Tal vez por eso, la Academia sueca, cuando se enteró de la cláusula del nuevo testamento, no se tomó demasiado en serio el encargo y el destino del premio de Literatura estuvo por algunos momentos en un brete. Una vez superados los obstáculos, ya en la primavera de 1900, la Academia redactó los estatutos para esa modalidad. En ellos, como verán, España desempeña un papel muy importante:
El derecho a nombrar candidatos para el Premio de Literatura se concede a los miembros de la Academia sueca; y de las Academias francesa y española que son similares a ella en carácter y objetivos; a los miembros de las secciones de humanidades de otras Academias, así como a los miembros de aquellas instituciones y sociedades y humanidades que gocen del mismo rango que las Academias y a los profesores universitarios de Estética, Literatura e Historia.
Casi cincuenta años después, en 1949, esta cláusula se reformó de la siguiente manera:
El derecho a nombrar candidatos para el Premio será disfrutado por los miembros de la Academia sueca y de otras Academias, instituciones y sociedades similares a ella en miembros y fines; por profesores de Historia, de Literatura o de Idiomas en universidades y colegios universitarios; por los anteriormente galardonados con el Premio Nobel de Literatura y por los presidentes de las sociedades de autores que representen las actividades literarias en sus respectivos países.
Mal aprovechó España esos cincuenta años de preeminencia para favorecer a los suyos pues sólo lo obtuvieron dos españoles, el ya mencionado Echegaray, José Benavente y una escritora hispanoamericana, Gabriela Mistral mientras que los franceses fueron más listos y consiguieron ocho: Sully Prudhomme, el provenzal Frédéric Mistral, Romain Rolland, Anatole France, Henri Bergson, Roger Martin du Gard, André Gide, al que hay que añadir, por eso de la francofonía (aunque el concepto fuera posterior), al escritor belga de expresión francesa, Maurice Maeterlinck. Posteriormente lo tuvieron bastante más difícil (hasta 1959 sólo hubo dos franceses más, Camus y Gide) y no digamos ya los españoles que en toda la historia del Premio sólo consiguieron tres más, Juan Ramón Jiménez, Aleixandre y Cela, a los que habrá que añadir, por eso de la hispanofonía, a Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y Octavio Paz. Si se fijan, el número total de premiados en español iguala a los premiados en francés de los veinte primeros años del premio. Interesante ponencia para el III Congreso de la Lengua de Rosario, sobre todo ahora que nos hemos enterado que el Instituto Cervantes va a ampliar sus clases de español con una oferta del quechua y quien sabe si del tagalo. Es que el concepto de hispanofonía es corto, pero el de hispanidad largo, muy largo,.