Tengo mucho escrito sobre ciudades. Nunca frases de compromiso. Las ciudades son femeninas. Las mías, al menos, lo son. Es así como me relaciono con ellas, no conozco otra forma.
Y ahí va la cita:
En estado de enamoramiento visité la ciudad, Buenos Aires, aprendí la historia de su pasado, porque su pasado era inaccesible desde que lo era su presente, aprendí sus metamorfosis, aprendí a distinguir las huellas de otros amantes, anteriores o contemporáneos, algunos tiernos, algunos brutales, todos empeñados en verse a sí mismos en el espejo de sus ojos, aprendí los nombres de sus rincones íntimos: el enamoramiento me llevó a aprender todo lo visible y una parte de lo invisible de Buenos Aires, como pasa en los buenos enamoramientos, en los que no traen tragedia. Las pasiones sin tragedia, tú sabes, derivan serenamente hacia el amor, hacia un cierto saber. A esto me refería al decirte que yo amaba Buenos Aires, y al decirte que sigo amándola, pero de otra manera, porque lo nuestro fue primero una pasión desbordada, unilateral como todas las pasiones desbordadas, y con una tenue respuesta de la parte demandada, gestos que tal vez no existieran fuera de la imaginación demandante, y después de la pasión la amé como se ama en los primeros tiempos de un buen matrimonio, con un poco de paz, bastante sexo, una vaga desconfianza y algo de mala leche, pero con fidelidad, con placentera fidelidad. Después empezamos a ser el matrimonio que somos ahora, separado en la carne, inseparable en su disputa, con una mala conversación de tanto en tanto y un resto de sexo inevitable, rápido y sin sangre, en no todos los encuentros, aunque el deseo es cada vez más leve, está a punto de desvanecerse por entero, ella ya no forma parte del recuerdo de la piel. Empezamos a estar así, a ser así, cuando se acabó la fidelidad placentera, cuando conocí a mi amante, Barcelona, con la que el proceso inicial fue parecido y con la que acabé por casarme, o juntarme, como quieras llamarlo, como ocurre en algunos casos: uno deja a una mujer por otra y, aunque quedan lazos con la primera, porque siempre quedan, lazos que no son ya de amor, pero que implican amor, con la segunda pasan cosas distintas, uno puede disponerse a envejecer porque ya ha tenido esa posibilidad de renacer, ese sol, esa ilimitación del mundo que es tener una amante, secreta al comienzo, pero de cuya existencia hablamos sin hablar, y luego pública, esa ilimitación del mundo que es una segunda representación de nuestro imaginario, de nuestro deseo, una segunda representación que puede ser la última y puede no serlo, pero que se vive como última y suficiente, al menos hasta que la última siguiente se materializa, se revela, es descubierta.
De modo que andaba yo enredado formalmente con Buenos Aires y sospechando, cuando vine a Europa por primera vez, que tenía que tener, si no más, una aventura con París. París, de la que me habían hablado tanto, y que estaba bien, tenía sus méritos, era más deseable entonces que ahora, era más deseable cuando estaba casada con Malraux, con Sartre y con Picasso. Pero, igual que en una fiesta se fija uno en esa muchacha discreta a la que durante mucho tiempo ha considerado poca cosa porque de ella es escaso lo que se habla y menos lo que se dice, y que de pronto, esa noche, muestra un perfil o produce un gesto, una mirada de los que convocan, no se sabe cómo, a todos los pájaros de la noche, esos que siempre están afuera, invisibles pero reales y que dan noticia del amanecer antes del amanecer, o despierta, no se sabe cómo, a todos los fantasmas de los deseos olvidados, postergados por deseos mayores o simplemente posibles, y los hace presentes y urgentes, así, como a esa muchacha sin importancia aparente, así descubrí yo Barcelona, que sólo estaba marcada en mi itinerario hacia París porque aquí vivía alguien a quien quería ver.
Fin de la cita.
Alguna vez dije que Barcelona era la única ciudad en/con la que no me encontraba jamás a la intemperie. A Madrid me vine por amor también, aunque no por amor a ella, sino a otra, una mujer. En realidad, no había ninguna novedad. A lo largo de tres décadas yo había hecho el trayecto entre Barcelona y la capital cientos, tal vez miles de veces. Mi periódico estaba aquí. Mi editorial estaba aquí. Así fue por mucho tiempo. La conocía, pues, bien. La había recorrido de norte a sur y de este a oeste. Pero al final siempre acababa volviendo a casa, a Barcelona, aun cuando ya tenía mi amor aquí.
Una vez, cansado de los nacionalismos periféricos que devoran a este pobre país, escribí un artículo sobre Madrid. Y después no hablé más de ella, me puse a pasar mis días y nada más. Sin glosarla. Hasta que vino la enfermedad, y con la enfermedad la posibilidad de la muerte y unas cuantas cosas más. Un trabajo estupendo en política, un piso más bonito que cualquiera que haya tenido en mi vida, y un oncólogo maravilloso, que me llama por teléfono y me guía cuando me siento el hombre más desgraciado del mundo (sé racionalmente que no lo soy, pero no puedo dejar de sentirme así).
Poco antes de esta revolución en cuyo vórtice me encuentro me habían hecho una entrevista, y yo había declarado que esperaba morir en Barcelona. Desagradecido, con lo que Madrid me ha dado, Dios mío.
Lo recordé hace un par de días, cuando postergué un viaje a Barcelona porque no me sentía seguro si me alejaba demasiado de mi médico y de mi hospital. Parece ser que mis últimos años los viviré en Madrid, y que sólo el azar puede cambiar el lugar final y decidir que sea un aeropuerto remoto, por ejemplo, o la lejana Buenos Aires en un mal viaje. Lo que quede de mí, ya lo tengo hablado, no permanecerá aquí: quiero que se desvanezca en el mar, en cualquier mar, es el mismo en todas partes. Pero hasta que llegue ese momento, me encontraréis aquí.